martes, 21 de octubre de 2014

LECTURA POSIBLE / 164

LA CASA DEL HAMBRE, DE DAMBUDZO MARECHERA

Difícilmente el amor a las letras tuvo alguna vez un inicio más precario. Rebuscando en el vertedero de los hombres blancos, cada día, al salir de clase, unos niños negros reunieron una biblioteca formada por la Enciclopedia para niños de Arthur Mee, un compendio de alabanzas del Imperio Británico y de su política colonial; tebeos a todo color de Superman y de Batman y las aventuras de Tarzán. Aquellos niños construyeron su biblioteca con barro, chapa y cartones, y, sirviéndose de una vieja máquina de escribir, llevaron meticulosamente el registro de los libros que rescataban de la basura. Más tarde Dambudzo Marechera anotaría que, como escritor, “lo que me ha influido hasta la desesperación más absoluta ha sido la humanidad obstinada, aunque embrutecida, de aquellos con los que crecí. Sus vidas, cómo se estremecían ellos con los golpes que nos asestaban a diario en los guetos”.

Marechera nació en Rodesia (actual Zimbabue), hijo del empleado de un depósito de cadáveres. Aprendió a leer y escribir en una misión católica, en la que tuvo frecuentes conflictos con sus profesores, y por medio de una beca accedió a la Universidad de Rodesia, de la que fue expulsado por su participación en las revueltas estudiantiles que tuvieron lugar en ese país en 1973. Con una nueva beca viajó a Inglaterra para ingresar en el New College de Oxford. Allí los profesores elogiaron su talento, aunque no su conducta. Aficionado en exceso al alcohol, frecuentemente envuelto en peleas, alumno absentista, Marechera fue diagnosticado como esquizofrénico, tras lo cual intentó prender fuego a la universidad. Al negarse a recibir tratamiento, fue expulsado.

Este hecho supuso algo más que su exclusión del mundo académico. Durante años Marechera fue en Londres un vagabundo, detenido alguna vez por posesión de marihuana y miembro de una comunidad okupa en Tolmers Square, cerca del Regent’s Park. Instalado más tarde en una tienda de campaña a orillas del río Isis, concluyó esta Casa del hambre que sería publicada en 1978 por la editorial Heinemann, y que recibió al año siguiente el Premio Guardian a la primera novela. En la ceremonia de entrega de dicho premio apareció achispado y vestido con un poncho rojo. Tras hacer añicos parte de la vajilla y dedicar a los presentes algunas palabras que estos no consideraron de buen gusto se marchó, olvidándose de recibir el premio. Publicaría dos novelas más: Black Sunlight, en 1980, y The Black Insider, que vio la luz, ya de manera póstuma, diez años más tarde. Es autor igualmente de un volumen de obras de teatro y del libro de poemas Cemetery of mind, que se publicó también póstumamente. De Marechera se han traducido al castellano los tres relatos que componen Hombrespez (Ediciones Franz, 2013) y la novela La casa del hambre, que ha publicado este año la editorial Sajalín.

“Cogí mis cosas y me fui” es la frase que abre esta novela que es también una colección de relatos, ambientados en parte en Rodesia y en parte en Londres. El libro está escrito bajo el efecto de las impresiones recibidas por el autor en Oxford y por la naturaleza de su vida callejera en la capital del imperio. Aquí, tras el “éxito” de su primera novela, tuvo encontronazos con su editor y también con sus compatriotas emigrados, quienes le expulsaron en varias ocasiones del Centro Africano de Londres. También, según parece, se casó con una joven blanca, de la que se separó tras una excursión de cinco días por Gales. La casa del hambre, como el resto de las obras de Marechera, posee una compleja y dislocada estructura en la que pueden reconocerse un texto principal, de unas cien páginas, y una docena de textos, algunos de los cuales pueden considerarse relatos, mucho más breves. Estos, en su mayor parte, parecen esbozos de otras tantas historias secundarias que por algún motivo el autor no quiso desarrollar ni tampoco incluir en el cuerpo principal de la novela. En estos textos, junto a un hilo narrativo que se sigue aquí y allá, con abundantes digresiones y saltos temporales y espaciales, de Londres a Rodesia, aparecen rasgos de una literatura que podría ser autobiográfica, si no fuera porque ésta es a menudo imprecisa o abiertamente contradictoria. Así, por ejemplo, abundan las alusiones al padre y a su prematura muerte, “atropellado por un tren del siglo XX”, o “que había vuelto a casa con un cuchillo clavado en la espalda”, o “cuyo cuerpo había sido encontrado en el depósito de cadáveres del hospital acribillado a balazos”. En realidad, más que verosimilitud, especulación filosófica, reflexión política o sentido espacio-temporal, lo que puede encontrarse en estas páginas es un torrente disgregado de ideas, de acontecimientos y personajes, torrente que si aquí es homogéneo es en virtud del principio más constante del relato: la violencia.

“Mi mente es tan caótica porque cada escalón devora al que lo precede”, escribe Marechera. “Y ¿adónde nos conduce esta grandiosa escalera en la que todo devora todo lo demás?” El propio autor no sabe la respuesta, de modo que en una escena determinada que podría ser propia del presente en el que escribía, en Londres, aparece de pronto la evocación de otra sin relación aparente, por lo general referida a su infancia en Rodesia, la cual, tras cruzar por su mente como una ráfaga, nos devuelve a la escena anterior, o no. En ningún caso esas referencias al pasado aparecen teñidas de nostalgia o de folclore étnico, ni siquiera cuando en el texto se inserta alguna narración pretendidamente tomada de la tradición oral. Aquellos personajes del gueto, en la Rodesia segregacionista dominada por el hombre blanco, son seres en la miseria a los que “nadie puede culpar de sus almas hambrientas”, seres pertinaces de la casa del hambre “donde te arrebatan cualquier pizca de cordura como un pájaro le arrebata la comida a sus propias crías”. Y sin embargo, en esa tétrica atmósfera de privaciones, de enfermedades venéreas, de peleas, de terror a la policía y en general al hombre blanco, en medio de la violencia a menudo sin sentido en la que la negritud se devora a sí misma, despunta un impulso sin forma ni destino, un impulso que no es sino de “la libertad que ansiábamos, tal y como ansiábamos la maría, la cerveza, los cigarrillos o la vida después de la muerte, tan viva en nuestro aliento y en nuestros dedos que nos embriagaba incluso antes de haberla encontrado”.

Casi toda la novela gira en torno a esa violencia material y al ideal, paralelo, de una libertad difusa e inexpresable. A este conflicto intentaría responder Marechera en su segunda novela, la mencionada Black Sunlight, que viene a ser una reflexión visceral y a la vez intelectual sobre el anarquismo. A excepción de los episodios relativos al movimiento estudiantil de los años setenta, que fue severamente reprimido por la policía blanca, no se aprecian en La casa del hambre indicios de la superación del conflicto, y más bien da la impresión de que la rebeldía de los personajes se orienta hacia objetivos aleatorios, casi siempre hacia ellos mismos. Ese tenaz principio autodestructivo deviene en invocación de “aquellos héroes negros”, idea que aparece como leitmotiv y que, en uno de los episodios de la novela, permite al autor aludir a los rastas como “la Resistencia, ni más ni menos”, una resistencia que lo es “a todo lo que degrada al hombre, a todo lo que trata de apagar el vínculo entre la humanidad y su herencia, a todo lo que, desde el alma humana, conduce a la avaricia, a la crueldad, a la indiferencia”.

El verbo de Marechera es de una gran riqueza y denota un profundo conocimiento de la literatura, en especial en lengua inglesa. Sus metonimias y abracadabras poéticos resultan perturbadores, inspirados y precisos, por mucho que vayan de la mano de una prosa por lo general encendida y furiosa. Así, una nube de moscas procedente de unos servicios públicos “canturreaba el Aleluya de Handel”, lo cual constituye una fotografía casi perfecta de la condición humana. La vida, por otra parte, es “una tela de araña, salpicada de diminutos cadáveres de genialidades”. Igualmente, cuando relata las torturas a las que fue sometido por la policía blanca, el narrador afirma que “me rasgaron el velo descolorido de mi cordura”.

La conquista de este lenguaje que evoca a Arthur Rimbaud y a James Joyce no fue fácil para nuestro autor, a quien el novelista inglés China Miéville ha definido recientemente como “poeta punk, solipsista, gótico, modernista y filósofo”. En efecto, cuenta Marechera que tras la muerte de su padre fue expulsado junto a su madre y sus ocho hermanos de la casa del gueto en la que vivían. Mientras tanto, tuvo que abandonar la escuela. Sufrió entonces un episodio de tartamudez que duraría tres años, y que le enseñó “a desconfiar del lenguaje, una desconfianza esencial para un escritor, sobre todo para uno que escribe en una lengua extranjera”. Pues la primera lengua de Marechera era el shona. “Cuando hablaba”, explica, “mi discurso tomaba la forma de una discusión interminable entre dos partes: una se expresaba siempre en inglés y la otra siempre en shona. Al mismo tiempo, me consideraba a mí mismo algo indistinto y, a la vez, independiente de ambas culturas”. Sin embargo, el shona formaba parte del gueto del que quería escapar, y el inglés le sirvió de pasaporte. Él fue, por tanto, “un alumno y un cómplice entregado a la colonización de mi propia mente”. Para Marechera, el modo en que se produjo la adopción de su lenguaje literario es la causa de su uso experimental del inglés, al que siempre intentó “dar la vuelta, tratarlo brutalmente hasta convertirlo en una forma maleable que sirva a mis propósitos”. Además, “para un escritor negro, la lengua es muy racista: hay que librar batallas desgarradoras y batirse en espeluznantes duelos a machete… A las feministas les pasa igual. El inglés es de hombres… Esto puede implicar deshacerse de la gramática, desbaratar la sintaxis, minar las metáforas desde dentro, tocar el tambor y los címbalos del ritmo, crear cámaras de tortura de ironía y sarcasmo, hornos de gas con una resonancia negra ilimitada”. Cosas todas ellas de las que esta novela es un desafiante ejemplo, coronado airosamente por María R. Fernández Ruiz, traductora de la edición castellana.

“Cogí mis cosas y me fui”, decía más arriba. La misma frase podría ser el lema de la existencia de nuestro autor, el cual regresó a Rodesia, convertida ya en Zimbabue, para asistir al rodaje de la versión cinematográfica de La casa del hambre. Es difícil imaginar cómo tal texto podría llevarse a la pantalla, y lo mismo debió sucederle a Marechera, cuyas disensiones con el productor y el director acabaron por frustrar la filmación. Marechera pasó sus últimos años como vagabundo en Harare, escribiendo en las calles y en los rincones, intentando justificar su oficio de novelista a pesar de la miseria y de la cruda realidad que la guerra había dejado a su paso. “Debe haber una tensión sana entre un escritor y su país”, escribió. Murió a causa de una neumonía, tras habérsele diagnosticado el SIDA, en 1987, a la edad de treinta y cinco años.

En uno de los tormentosos párrafos de La casa del hambre se lee: “El viejo murió aplastado bajo las ruedas del siglo XX. Sólo quedaban manchas, manchas de sangre y pedazos de carne, después de que lo atropellara, devorándolo. Lo mismo le está ocurriendo a mi generación. No, no es que odie ser negro. Es que estoy cansado de decir que es maravilloso. No, no me odio a mí mismo. Estoy cansado de la gente que se destroza los nudillos en mi mandíbula. Estoy cansado de darme con el cerebro en el umbral de la puerta. No sé. Nada ocurre exactamente según lo previsto. Un sarcasmo cruel gobierna nuestras vidas”.

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