martes, 15 de julio de 2014

LECTURA POSIBLE / 151

HEIL HITLER, EL CERDO ESTÁ MUERTO, DE RUDOLPH HERZOG. UNA CRÓNICA HUMORÍSTICA DEL NAZISMO

En una imaginaria historia cómica del mundo debería haber un capítulo dedicado a esa clase de humor que es producto “de la melancolía de un espíritu que llega a divertirse con aquello mismo que lo entristece”, según escribió Jean Paul. De humor y tristezas sabía algo este autor “bajado de la luna”, como decía Schiller, que perdió el favor del público cuando escribió sus mejores novelas, entre ellas Titán. Esa ironía suya nacida de la melancolía armonizaba bien con el humor popular que convierte a los poderosos en fantoches y que, en lo que se refiere a Alemania, había recibido su partida de bautismo con el Simplicius Simplicissimus de Grimmelshausen, libro satírico y sanchopancesco que sirve de ilustración al carácter más secreto de lo alemán. Esta pequeña historia humorística desembocaría en otro personaje, como Simplicius, reclutado a la fuerza: el valeroso Švejk, cuyo apellido checo apenas oculta su ascendencia germánica. En virtud de ellos, y de la accidentada historia del país y la cultura que los nutrió, el humor alemán ha resultado ser siempre pariente cercano de la guerra.

Del humor popular durante el Tercer Reich teníamos noticia a través de los documentos del gueto de Varsovia que fueron conservados por Emanuel Ringelblum, pero faltaba una visión más amplia referida a la propia Alemania. Rudolph Herzog se puso a la tarea hace unos años, y de ello fue resultado un documental que se estrenó en 2006 en la televisión alemana. Como prolongación de este trabajo que en su momento obtuvo gran éxito nos llega ahora el libro Heil Hitler, el cerdo está muerto, que ha publicado entre nosotros la editorial Capitán Swing.

Rudolph Herzog es uno de esos hijos de una celebridad que va consiguiendo poner en pie una obra personal alejada de la sombra del padre. Nacido en 1973, es autor de documentales que se han convertido en libros y a la inversa, y escribió para su padre los guiones de El diamante blanco (2004) y Happy people: A year in the Taiga (2010). Es autor de los documentales Amundsen, perdido en el Ártico (2010) y El agente (2013). Su segundo libro, Una historia corta de la locura nuclear, se publicó el año pasado, habiéndose estrenado hace poco más de un mes su adaptación televisiva.

Heil Hitler, el cerdo está muerto es más que una antología del humor del Tercer Reich, y consigue ser de hecho una historia cómica de los doce años del nacionalsocialismo en el poder, desde 1933 hasta 1945. La presente recopilación reúne información de tres fuentes: el chiste, el cabaret y la prensa escrita, a las que habría que añadir dos apéndices: las emisiones de radio efectuadas para Alemania por la BBC durante los años de guerra y, lógicamente, tratándose del hijo de Werner Herzog, el cine.

La mayor parte de estas páginas se refiere a los chistes que se contaban durante el Reich, lo que sirve para darnos una idea aproximada del humor del pueblo alemán bajo el nazismo y de su evolución en la vida cotidiana. Herzog, con acierto, nos avisa de entrada que entre los chistes aquí recogidos apenas encontraremos signos de resistencia política al gobierno nazi, y ello por varias razones. En primer lugar por el carácter volátil del género, que por definición y por naturaleza pertenece enteramente a la tradición oral, lo que invita a pensar que de muchas de las mejores bromas de la época, que nunca fueron escritas, no han quedado testigos para contarlas; en segundo lugar por un factor tan persuasivo como difícil de evaluar desde nuestra perspectiva: el miedo; y en tercer lugar porque realmente, por mucho que nos guste creer lo contrario, durante la mayor parte del período, y virtualmente hasta las primeras grandes derrotas militares en el frente del Este, la inmensa mayoría de los alemanes simpatizó con la causa de Hitler y su Partido. Ello explica que a menudo se advierta en estos chistes no tanto una crítica o una repulsa como la búsqueda de un efecto psicológicamente estabilizador, a la manera de una válvula de escape destinada a aliviar tensiones y en la que a menudo puede apreciarse con respecto a los mandamases nazis la clase de actitud afectuosa que cabe esperar en una relación filial. Indicio del modo en que el Estado y el Partido se habían apropiado de las vidas de las personas es el siguiente chiste, presentado bajo un envoltorio inofensivo:

“Mi padre es de las SA, mi hermano mayor está en las SS, mi hermano pequeño en las Juventudes Hitlerianas, mi madre en la Liga de Mujeres Nacionalsocialistas, y yo estoy en la Liga de Muchachas Alemanas.” “Vaya, ¿y con todo ese lío os veis alguna vez?” “Oh, sí. ¡Nos vemos todos los años en el Congreso del Partido en Núremberg!”

Cabe añadir que el humor “ario”, a excepción de los dos últimos años de guerra, es o a nosotros se nos antoja rancio y hasta ñoño, sensaciones ambas que son igualmente aplicables a su literatura y a su cine, lo que no puede obedecer sino a la acción continuada de un gigantesco aparato de educación, de propaganda y de doctrina que aisló a los alemanes, como cobayas en un laboratorio, del mundo y de la Historia. A decir verdad, en lo que se refiere al chiste encontramos más humanos y próximos a los pompeyanos que escribieron los suyos en las paredes de sus casas.

Muy otra es la empatía que todavía producen los chistes judíos. Estos empezaron a florecer a medida que se aprobaban nuevas y cada vez más duras leyes antisemitas, y su contenido, caracterizado casi siempre por un humor que oscila entre el negro y el negrísimo, acabó por contagiarse al espíritu de la población no judía, sobre todo desde el momento en que empezaron a acechar la derrota, los bombardeos y el hambre. Es plausible, como afirma Herzog, que estos chistes fueran “un antídoto contra el horror” en el que se había convertido la vida bajo el Reich, un horror que los judíos, a diferencia de los “arios”, se atrevieron a mirar de frente, con independencia de que también ellos lo asumieran con la resignación con que se contempla una catástrofe a la que se atribuye el carácter de inevitable. He aquí un ejemplo:

Durante la época nazi, una aldea judía del Este sufre ataques, pogromos y ejecuciones cada vez más terribles. Uno va al pueblo de al lado y lo cuenta. Entonces le preguntan: “¿Y qué es lo que habéis hecho?” Contesta: “La última vez no sólo hemos rezado 75 salmos, sino los 150 completos. Y hemos ayunado como en el Día de la Expiación”. “Eso está bien”, le contestan, “uno no puede aguantarlo todo, hay que defenderse”.

Un capítulo menor dentro de su libro es el que Herzog dedica al humor antisemita, presente en el cine y en la prensa, sobre todo en publicaciones como Der Stürmer, el periódico de Julius Streicher, donde se repetían a diario las consabidas difamaciones y los clichés raciales aplicados a los judíos, en especial en lo relativo a la supuesta obsesión de estos por deshonrar a las muchachas “arias”. A este respecto, es notable el modo en que la UFA dejó caer aquí y allá mensajes antisemitas en sus intrascendentes y cursis comedias de la época, a menudo sirviéndose de actores judíos que habían sido estrellas de la pantalla durante la República de Weimar y de los que la mayoría, tras ser apartados de la industria del cine, acabó pereciendo en campos de concentración. Tales fueron los casos de Fritz Grünbaum y Kurt Gerron, hombres del teatro, el cabaret y el cine que murieron respectivamente en los campos de Dachau y Auschwitz.

Tampoco del cabaret, que poseía gran tradición en Alemania y Austria, han llegado muchas huellas hasta nosotros, y las que nos han llegado lo han hecho en general mutiladas. En realidad, uno de los datos que se desprenden del libro de Herzog es que los dirigentes nazis, severos maestros de la planificación de todos los aspectos de la vida, carecían en cambio de un plan sistemático que pudiera acomodarse al humor. Así se explica que en los primeros meses del gobierno nacionalsocialista existiera aún una cierta tolerancia hacia los cómicos, la cual fue sustituida paulatinamente por una cada vez más férrea aplicación de la censura. Todavía durante algún tiempo los artistas fueron capaces de sustituir con mímica y otros recursos los textos prohibidos, antes de que los cabarets fueran clausurados y entregados a actores adictos al régimen. Hasta que se produjo la Anexión de Austria, algunos de ellos pudieron proseguir su carrera en Viena, y unos pocos acabarían mostrando su arte en Suiza. Entre estos últimos figuraban Walter Lesch y Erika Mann. El primero de ellos fundó en Zúrich el cabaret Cornichon, que los fascistas suizos trataron de cerrar por todos los medios y que mereció varias notas de protesta del ministro Ribbentrop. Dicho establecimiento, escribe Herzog, “se convirtió en una pista de aterrizaje para el devastado cabaret alemán, que aquí podía derramar su mofa y su sarcasmo”. Una de sus canciones de mayor éxito, dedicada al imperio de Nacedonia (Alemania) dice:

“Él tiene la culpa de todo. / En Nacedonia, en Nacedonia, / donde los tatara-arios moran, / en el imperio de los mil años, / de las parejas de origen ario, / un enorme y fuerte guía / cuida la sangre, el queso y la mantequilla”.

El otro gran cabaret de Zúrich fue el fundado en 1933 por Klaus Mann y su hermana Erika: el Pfeffermühle. De su hermana dijo Klaus Mann: “Erika era la presentadora, la directora, la organizadora. Erika cantaba, actuaba, contrataba, inspiraba; en pocas palabras, era el alma de todo aquello”. Y Erika cantaba en el Pfeffermühle el cuplé del Príncipe del País de las Mentiras, que decía así:

“Soy el Príncipe del País de las Mentiras, / miento cuando digo que los robles se tronchan. / Ay, Dios mío, cómo se mentir, / supero a todos los mentirosos.”

Sin embargo, según contaron algunos sobrevivientes, el mejor cabaret alemán de la época fue Das Karussell, que no se encontraba en Alemania ni en Suiza, sino en la República Checa, en el campo de Theresienstadt, donde fue internado su fundador, el mencionado Kurt Gerron, antes de ser enviado a las cámaras de gas de Auschwitz. Allí la compañía de Gerron actuó con frecuencia para los prisioneros y los vigilantes del campo, y narra Herzog cómo un día la representación debió hacerse en una sala atestada de cadáveres. Irónicamente, en dicho campo Gerron se vio obligado a participar en la filmación de un aberrante film de propaganda, Theresienstadt, un documental sobre el reasentamiento judío, que quedó inconcluso.

El libro de Herzog narra algunos casos de alemanes que fueron juzgados, y a veces ejecutados, después de que se les denunciara por el delito de haber contado un chiste, o por escuchar emisoras de radio extranjeras. Ello no impidió que un programa satírico de la BBC en alemán, dirigido e interpretado por actores en el exilio, obtuviera un éxito fulgurante, ni que sus emisiones constituyeran uno de los escasos consuelos que les quedaban a los alemanes en los últimos años de guerra. Igualmente describe Herzog dos accidentados rodajes que sí llegaron a culminarse: los de El gran dictador y Ser o no ser, films que no dejaron de ocasionar conflictos a sus autores, y que en el caso del segundo motivaron una carta de Ernst Lubitsch en defensa de su obra que se publicó en un periódico de Filadelfia. El argumento principal de dicha carta, “que puede moverse a la risa con seriedad”, es aplicable también a este divertido y triste libro del que es obligado citar a su traductora, Begoña Llovet, sin cuyas anotaciones a pie de página sería imposible para el lector español comprender las alusiones indirectas y los juegos de palabras que pululan por los textos aquí reproducidos, a los que se añaden algunas páginas con ilustraciones de la época.

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