martes, 23 de julio de 2013

LECTURA POSIBLE / 110


THÉRÈSE RAQUIN, DE ÉMILE ZOLA. UN CLÁSICO SOBRE EL CRIMEN Y LA CULPA


“Sería curioso estudiar los cambios que se producen a veces en ciertos organismos, a causa de circunstancias determinadas; dichos cambios, que arrancan de la carne, no tardan en comunicarse al cerebro y a todo el individuo”. Émile Zola escribió esta frase no para un sesudo ensayo, sino para su novela Thérèse Raquin, obra temprana que redactó con veintisiete años y que marcaría la pauta de toda su posterior, y abundante, producción literaria. Dicha producción, como explicó el propio Zola, tuvo una intención principalmente científica, dedicada a explorar ciertas ideas de lo que hay llamamos psicología social que, aunque con otro nombre, estaban muy en boga en su tiempo.

La teoría que clasifica a los humanos por los cuatro temperamentos (el sanguíneo, el melancólico, el colérico y el flemático) fue ideada hace dos mil quinientos años por Hipócrates, y se basaba en la creencia de que existen en el cuerpo humano cuatro fluidos o humores responsables de la génesis y el mantenimiento de la vida y de cuyo equilibrio depende la salud física y mental. Todavía en el siglo XVI Fray Luis de Granada escribió: “La salud de nuestros cuerpos consiste en el temperamento y proporción de estos cuatro humores, y la enfermedad cuando se destemplan, creciendo o menguando los unos sobre los otros”. En el último tercio del siglo XIX, cuando Zola escribía, lo que llamamos medicina interna ya había relegado la mayor parte de estas ideas a la categoría de meras supersticiones, lo que no impidió que otra rama de la ciencia mucho más atrasada, la de la mente y los trastornos psíquicos, se apropiara de ellas, adaptándolas a sus necesidades a fin de (si no curar, cosa que se tenía por poco menos que imposible) al menos razonar las causas de las perturbaciones mentales y las anomalías de la conducta asociadas a ellas. Una nueva clasificación de los temperamentos, esta vez desde una perspectiva psicológica, fue la realizada por el fisiólogo Ivan Pavlov, según el cual aquéllos, por medio del sistema nervioso, dominaban en el ámbito instintivo-afectivo y moldeaban, junto al medio ambiente, el “carácter”. Dichas ideas gozaron de éxito en aquellos años, y todavía hoy, pese al auge que adquirió el psicoanálisis, representan una tentativa naturalista de explicar los afectos, a la vez que son el antecedente histórico de la fisiología y de las teorías abiertamente materialistas de la conciencia. Además, no es pequeña la nómina de obras de arte inspiradas en ellas, desde diversos retratos de Leonardo da Vinci hasta algunas composiciones musicales ya del siglo XX, como las que dedicaron a los famosos cuatro temperamentos Carl Nielsen y Paul Hindemith. Sin embargo, parece obvio que el campo en el que más se extendieron fue, con diferencia, la literatura.

En 1867, cuando publica Thérèse Raquin, Zola ya tenía a sus espaldas un libro de relatos y un par de novelas. Ninguno de ellos había llamado excesivamente la atención del público, pero sí la de la policía, lo que le hizo perder su puesto de asalariado, en calidad de corrector de originales y redactor de notas de prensa, en Hachette. Estos libros se habían publicado en la pequeña editorial del librero Lacroix, que se encontraba en la esquina de la Rue Vivienne y el Boulevard Montmartre. Como escribió más tarde Edward Vizetelly, traductor al inglés de las obras de Zola, éste era entonces un hombre “vacío, como barco a la deriva”, que mientras daba forma a su nueva novela colaboraba con sus artículos de crítica de arte en el Événement, por los que mereció la inquina de diversos artistas consagrados y que sirvieron de paso para dar a conocer a un pintor, al que se consideraba insignificante, llamado Édouard Manet. La novela, con el título de Une Histoire d’Amour, apareció en la revista L’Artiste, propiedad de uno de los hombres más influyentes del París del Segundo Imperio: Arsène Houssaye, quien aconsejó al autor que suavizara algunas escenas en beneficio de sus fieles y (es de suponer) impresionables lectoras, una de las cuales era la andaluza, y por entonces emperatriz, Eugenia de Montijo. Ese mismo año aparecería ya en forma de libro y con su título definitivo en la editorial de Lacroix. Esta edición, que recuperaba diversos fragmentos que fueron suprimidos en la revista, es la que nos presenta ahora, en una excelente y ya conocida traducción de Maite Urrutia, la editorial Alba en su colección Minus.

Thérèse Raquin fue recibida con un clamor de desaprobación por parte de la crítica. A propósito de esta novela el ex colaborador de Le Figaro Louis Ulbach acuñó en un artículo la expresión “literatura pútrida”, que marcó el tono general de la recepción de la misma. Dicho artículo fue respondido por Zola, lo que dio lugar a una agria discusión que culminó con el prefacio escrito por el propio autor para la segunda edición de la novela. En él Zola se quejaba de que la obra no había sido bien comprendida por sus jueces, poseídos al parecer por “los nervios sensibles de una jovencita”, y añadía, de un modo que anticipaba ya el resto de su producción, que en Thérèse Raquin se había propuesto “estudiar temperamentos, no caracteres”.

“He escogido”, escribió, “personajes sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras a cada uno de los trances de su existencia. Thérèse y Laurent son animales irracionales humanos, ni más ni menos”. Estos personajes son víctimas de sus temperamentos, fuertemente melancólico el de Thérèse y sanguíneo el de su amante, y lo que describe la novela es la forma en que estos diferentes humores, que en una combinación distinta habrían podido neutralizarse mutuamente, convirtiendo a sus portadores en sumisos y respetables ciudadanos, se potencian aquí el uno al otro, hasta el punto de sumir a ambos en un mundo cerrado y dominado por delirios obsesivos, los cuales les llevan al crimen y después a un autodestructivo sentimiento de culpa. Ahora bien, si algo tienen en común las novelas que merecen tal nombre, desde su más lejano origen, es precisamente la descripción de caracteres, es decir, de personajes que se forman con el entorno y que se adaptan a (o modifican) las circunstancias de éste. En la novela de Zola, como se ha dicho, no hay personajes, sino temperamentos. Así, lo que en la época de Thérèse Raquin ya empezaba a llamarse “naturalismo” vendría a ser en el fondo una especie de nueva novela o de novela experimental más próxima a un historial clínico que a lo que entendemos por novela. De hecho, aquí tropezamos con una narración descriptiva de emociones y actos prácticamente carente de estilo y que recuerda a los estudios clínicos que algunos años más tarde redactaría Freud, con un lenguaje diferente, para referirse a las neurosis e histerias de sus pacientes. Vista por el siglo XIX, Thérèse Raquin es antiliteratura.

Esta eficiente prosa es ciertamente “antiliteraria”, y en ese rasgo reside su modernidad, pues no es poca la descendencia que ha tenido Thérèse Raquin a lo largo del siglo XX, y ello, abandonadas ya las teorías sobre los temperamentos, porque aquí se encuentran, desplegadas de pronto en toda su extensión, las técnicas, las potencialidades, los recursos que sirven para ilustrar el repertorio completo de las servidumbres a que está sujeta una conciencia alienada, incapaz de toda reflexión, privada de voluntad y sometida a un destino que es ineludible, en tanto que de una vez por todas ha sido dictado por su propia carne. “Espero”, escribió Zola, “que se empiece a comprender que mi objetivo ha sido, ante todo, un objetivo científico. Mi único deseo ha sido, dados un hombre potente y una mujer no saciada, buscar en ellos la bestia, incluso no ver más que la bestia, lanzarlos en un drama violento y anotar escrupulosamente las sensaciones y los actos de estos seres”. Premisa ésta que, si a nosotros no se nos aparece como cosa nueva, se entiende que resultara una píldora difícil de tragar para los lectores de 1867.

Thérèse es una joven, hija de una “excepcionalmente bella” argelina y de padre desconocido. Siendo niña es entregada a su tía, la viuda señora Raquin, que sólo vive para atender a su único hijo, el enfermizo Camille. La niña debe criarse junto a su primo en un ambiente pueblerino, compartiendo lecho y, siendo completamente sana, llevando la misma vida del enfermo, lo que la convierte pronto en una persona siempre ausente, abstraída. Carente de voluntad, su tía la casa con Camille, y los tres se van a París para regentar una miserable mercería en un oscuro pasaje cerca del Pont Neuf. Allí Camille encuentra un trabajo de oficinista, quedando tía y sobrina en la mercería, que apenas les da para vivir. Hasta aquí Thérèse ha carecido de vida propia, y su apacible exterior, sometido a la persuasiva autoridad de su tía, cubre un interior en el que bullen violentamente los reprimidos deseos de su juventud, en particular los sexuales, que estallan al conocer a un compañero de trabajo de su marido: Laurent. Ambos jóvenes se encontrarán en secreto en la alcoba conyugal, donde vivirán su pasión sin palabras hasta que una orden del jefe de Laurent le impida ausentarse de la oficina, momento en el que ambos concebirán el proyecto de asesinar a Camille, acto que tendrá lugar un día de asueto, en el Sena, durante una excursión en barca.

Hasta aquí el argumento no se diferencia mucho del de la literatura “licenciosa” de la época, pero es después, ya suprimido el obstáculo que para los protagonistas representaba Camille, cuando se muestran las originales intenciones del autor, el cual dedica gran parte del libro a desvelar los sentimientos de culpa que hacen del todo imposible que la pareja disfrute libremente de su relación y, finalmente, de la propia vida. En el camino, Zola nos deja también el abrumador retrato de la autoritaria y al final inválida tía, retrato que ha servido a los psicólogos para ilustrar el llamado locked-in syndrome (pseudocoma o síndrome de cautiverio).

Esta edición debería servir para deshacer el equívoco (lo que quede de él) de que Thérèse Raquin es o pretende ser literatura erótica. El lector poco informado que busque tal cosa apenas se sentirá satisfecho, pero a cambio podrá descender a los infiernos del temperamento y de la naturaleza humana. Es posible, sin embargo, que este estudio clínico, que llegó a ser obra de teatro, ópera, película de cine y de televisión y hasta musical de Broadway, y que no excluye su buena dosis de denuncia social, continúe siendo para algunos difícilmente asimilable. A los demás ya pidió disculpas Zola cuando se vio obligado a explicar los entresijos de su obra. Pues según escribió, “las personas inteligentes no necesitan, para ver claro, que les enciendan un farol en pleno día”.

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