martes, 28 de octubre de 2014

LECTURA POSIBLE / 165

UN HOMBRE AL MARGEN, DE ALEXANDRE POSTEL

Raramente nos encontramos con una novela que aborde un tema estrictamente contemporáneo con lucidez crítica y con el objetivo de intervenir en el debate acerca del mismo. Esto, que fue frecuente en la literatura anglosajona, apenas parece ya tarea del escritor. Las complejidades de nuestra realidad, por no hablar del lugar sumamente precario que las letras ocupan en ella, exigen especialización y buenos reflejos, lo que implica que la actualidad ha quedado circunscrita al espacio del reporterismo, el cual puede permitirse cotidianamente (“en tiempo real”, como se dice ahora) revolver en los basureros de la postmodernidad, interpretar la gramática de las leyes y transitar los sombríos caminos que hay entre la verdad y la apariencia. Sucede que la fabulación, instrumento principal del novelista, requiere tiempo para ser construida, y además aspira a ser general. En ese período de lenta decantación, de maduración de las ideas novelísticas, el escritor se aleja de su tiempo, a veces más de lo que quisiera, para ingresar en un campo ideal que es el de la pura ficción.

Lo que llamamos los buenos reflejos, la capacidad para escribir sobre un presente cambiante, en proceso, no es uno de los atributos que se esperan del novelista, lo que quizá sea hoy una de las causas, no la menor, del creciente distanciamiento entre éste y el público, y, de paso, de las menguantes ventas de libros. Pues si la literatura, como creen los ejecutivos de los grandes grupos de comunicación, no es más que pura evasión y entretenimiento, habrá que admitir que tropieza en nuestra sociedad con una competencia feroz, la cual, por la vía de la televisión e internet, está relegando a la lectura a un margen, a un espacio periférico, del que es probable que ya no pueda volver.

El debutante Alexandre Postel (Colombes, 1982) ha colocado a la novela en el centro del debate social, demostrando con ello que el género no ha perdido sus buenos reflejos de antaño, y lo ha hecho con Un homme effacé, que publicó Gallimard y que el año pasado recibió el Premio Goncourt a la primera novela. Ha sido traducida entre nosotros por la editorial Nórdica con el título de Un hombre al margen.

Postel, hijo de francés y madre británica, estudió en la École Normal de Lyon y es en la actualidad profesor de literatura en París. Su doble ascendencia cultural no es ajena al argumento y al desarrollo de la que hasta ahora es su única novela, con la que, más allá del éxito y la favorable recepción de la crítica, ha intentado conseguir un objetivo que resulta exótico en las letras actuales en cualquier idioma: el de, según sus palabras, “continuar en una forma de transparencia vis-à-vis con uno mismo”, transparencia por la que el autor rechaza impostar su propia voz, componiendo con su obra un cuadro en el que caben no pocas sugerencias acerca del estado de cosas de nuestra época. Así, el material utilizado en Un hombre al margen es el que se cree privativo de la prensa (y lo que es más: de la prensa sensacionalista), sin que por ello deje de tener aquí un tan riguroso como eficaz tratamiento literario.

En un país no identificado, que podría ser Francia, el protagonista de la novela, Damien North, se nos aparece como un solitario profesor de filosofía. El hombre vive en una casa con jardín de un distrito urbano de clase media, y sus escasos intereses, desde el fallecimiento de su esposa, y no teniendo descendencia, vienen a ser básicamente la filosofía de Descartes y la jardinería. La breve biografía resumida aquí de un hombre corriente no parece prometer grandes acontecimientos, y sin embargo contiene ya todos los gérmenes del drama de Damien North, que estará cerca de convertirse en tragedia. Ya de entrada ser profesor de filosofía en nuestros días es una rareza que emparenta al personaje con los alquimistas e iluminados medievales, pero sucede además que en su condición de persona solitaria North se convierte en el acto en propietario de una vida privada que, por ser desconocida para el resto del mundo, resulta sospechosa. En efecto, en unos tiempos dominados por el reality show, el miedo al vecino y al transeúnte, el cotilleo más desenfrenado y el exhibicionismo que hasta extremos inauditos facilita internet, nuestro mediocre e incauto personaje se convierte sin saberlo en víctima potencial de una renovada e implacable inquisición. Sucede así que un buen día, como el protagonista de El proceso de Kafka, es detenido por dos policías que se presentan en su casa. Y al contrario de lo que le sucedía a Joseph K., que no llegaba a conocer la acusación que pesaba sobre él, nuestro North sabrá de inmediato que la suya es una de esas acusaciones que en el mundo de hoy lleva aparejada la condena: pedofilia.

La palabra en sí, de hecho, es ya una condenación, la cual aparta bruscamente al detenido de la comunidad de las personas respetables y casi de las vivientes, como si, en trance de muerte civil, se le hubiera enviado a un limbo creado expresamente por consenso de toda la humanidad. No tarda el detenido en ser abandonado por el magro número de sus relaciones: la familia, representada por un lejano hermano que sólo se da a conocer por teléfono; y sus colegas de la universidad, todos ellos demasiado ocupados con las intrigas previas a la designación del próximo decano. Ninguno de ellos pone en duda su inocencia, al menos de palabra, pero el vacío que se hace a su alrededor deja clara la generalizada convicción de su culpa. Ésta, que ha sido probada mediante la infalible intervención de la informática y de internet, contiene una lógica que parece desprenderse irónicamente del admirado Descartes: centenares de archivos con contenido pedófilo fueron descargados por el ordenador de North, a cuya IP ha tenido acceso la policía; ergo: es culpable. El malicioso North es juzgado y condenado. La continuación de sus desventuras, como las del inocente Conde de Montecristo, la vivirá en presidio.

Poco importa que North sea o no inocente, a pesar de las dudas al respecto que, mientras tanto, puedan asaltar al lector y que en última instancia actúan como intrigante hilo conductor de la novela. Y tampoco el libro que comentamos trata a fondo el tema de la pedofilia, aunque deja caer aquí y allá suficientes pistas que podrían mover al lector a revisar sus estereotipos sobre el tema. El libro nos habla del derecho a la intimidad y a la vida privada, y de las formas modernas en las que tales derechos, hoy más reconocidos y admitidos que nunca, son paradójicamente cuestionados, acosados y finalmente vencidos por una sociedad legalista y judicializada, pacata y universalmente sometida a la fe en el dios mayor de la informática. A ese dios le corresponde una verdad que no es más que apariencia, lo que no impide que sea tenida por verdad. Ello explica la frase de La Rochefoucauld que abre la novela: “No hace tanto bien la verdad en el mundo cuanto daño hacen las apariencias”.

Como le sucedió al Conde de Montecristo, las desventuras de North continuarán después de su salida de la cárcel, después de “soltarle”, como dice un personaje, lo que no es lo mismo que volver a la libertad. Esta palabra tiene para nosotros un sentido tan impreciso como utópico, y para el pobre North no pasa de ser una leyenda. Esa pretendida “libertad” es el terreno de juego en el que disputan lo falso y lo verdadero, y en el que los vecinos, la policía, la prensa, los abogados y los jueces suelen tomar por cierto lo que no es. Como el propio North explica: “Entre lo falso y lo verdadero hay un espacio que es el de la apariencia de lo verdadero. Es el espacio de la impostura, de la seducción, de la opinión, y también de la necedad”. Igualmente North explica esa presencia de lo que no es manifiesto por medio de la óptica y de lo que se llama “persistencia retiniana”, en virtud de la cual el ojo humano tiene la capacidad de rellenar la imagen que falta entre una anterior y otra posterior. Esa desaparición momentánea de la imagen del sujeto no impide al ojo verificar su conducta. La capacidad de borrar el propio rastro, esa imagen que no existe pero que nos imaginamos, es quizá lo único que distingue al hombre del resto de los animales, pero para no perder el rastro, escribe el narrador, “se ha producido una espectacular inflación de archivos: actas notariales, registros de estado civil, documentos de identidad, facturas, operaciones bancarias, telefonía móvil, discos duros, páginas web, cámaras de vigilancia, vídeos de aficionados…” Nunca el hombre humilde y desconocido dejó tras de sí tantos rastros indelebles, registrada e inmortalizada así su miserable existencia como si fuera la de un gran estadista o una estrella de cine. Desde nuestras búsquedas en Google hasta nuestro paso accidental por una esquina, todo queda registrado en alguna parte, por si acaso. La pequeña verdad de la que es portador y depositario cada individuo está indefensa ante las verdades mágicas y supremas de la red consagrada a dejar constancia de su paso por el mundo, “la Red inmaterial, infinita, imponderable”, como dice el protagonista de la novela. A esa verdad pertenecen también los inevitables miembros del equipo psicológico encargado de medir el “índice de desviación” del delincuente durante su estancia en prisión. Y no menos que ellos el comisario Estange, legítimo aficionado al voyeurismo que acabará por preguntarse: “¿A lo mejor bastaba con fijarse en las cosas para descubrir por doquier la violencia y el crimen? ¿Existía la bondad en el mundo? ¿O era él, Estange, quien no era ya capaz de verla?”

Contemplar el mundo como si nuestro ojo fuese una cámara de vigilancia incita al crimen. Éste llegará tarde o temprano, pues esperamos verlo. Acaso sea este abuso de la vigilancia uno de los peores males de nuestro tiempo, perseguidor como es y destructor de la libertad de la vida privada. La novela de Postel indaga con honestidad en la suma de ficciones que constituye nuestra verdad social y jurídica. Reflexión polémica, oportuna y excelentemente hilvanada que nos muestra la verosímil caída en desgracia de un hombre vulgar, cosa que puede ocurrir en tiempos en los que la ley exige del individuo algo más que ser inocente.

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