martes, 4 de diciembre de 2012

DISPARATES / 51


LOS CIGARRILLOS SON SUBLIMES, DE RICHARD KLEIN. EL TABACO Y LA ESTÉTICA DE LA MODERNIDAD

Podía leerse hace poco en el programa de mano de una función teatral madrileña: “Aviso: los cigarrillos que se fuman en escena no contienen tabaco”. A esta útil advertencia, que sin duda tranquilizaría y aliviaría la conciencia de los espectadores que poco después iban a ser sometidos a la aberrante visión de gente fumando tal vez podría añadirse alguna otra, como por ejemplo: “Lo que van a ver en escena no es real”, o “Los individuos en escena no son personas, sino sólo actores”, o todavía mejor: “El teatro no es teatro”. (Igualmente, en beneficio de la salud del lector, quizá el autor de esta reseña debería advertir que fumó mientras la escribía).

La afirmación de que el teatro no es teatro podría llevarnos a la reflexión de que en la vida no hay que hacerse tampoco demasiadas ilusiones, ya que en realidad no es vida. Lo cual vendría a ser una de las materias de las que se ha ocupado Zygmunt Bauman en su desencantada y aguda visión de nuestra época, en la que el sucedáneo se impone sobre lo auténtico, en la que nada es lo que parece y que en contraste con otro tiempo anterior no muy lejano tiene a bien no ofrecernos ya seguridad alguna, cosa que debería despertar en nosotros una justificada zozobra para la que, según nos prometen y aunque parezca lo contrario, solamente nuestros políticos tienen cura. Y es que si el Estado no ejerce ya sus funciones habituales y se dedica en exclusiva a meternos miedo, es sólo para apaciguarnos de inmediato y mostrarse enseguida como nuestro salvador frente al sinnúmero de peligros que nos acechan, entre los que figuran los extranjeros, los independentistas, los cataclismos naturales y las invasiones extraterrestres.

Richard Klein, autor de Los cigarrillos son sublimes, admite que el tabaco no es bueno para la salud, pero también reconoce que la campaña actual contra el modesto cigarrillo es del todo desproporcionada, que se trata de uno de esos trucos en virtud de los cuales el Estado asegura protegernos paternalmente de un peligro al que nos exponemos con la mayor inconsciencia a la vez que se embolsa los correspondientes y no exiguos impuestos, o lo que es lo mismo: que el implacable despliegue de medios de que hace ostentación el “lobby antitabaco” es puro teatro.

El tabaco, nos dice Klein, que es profesor de literatura en la Universidad de Cornell, se presta por su naturaleza a las más encendidas controversias, empezando por el carácter dual y contradictorio de sus efectos sobre el organismo. En efecto, el tabaco tranquiliza y estimula a la vez, favorece la expansión y las relaciones sociales pero al mismo tiempo predispone a la concentración, la forma en que se presenta (el cigarrillo) es un objeto humilde como él solo, y sin embargo aspira como ningún otro a convertirse en sublime fuente de inspiración y en protagonista de la literatura, la fotografía y el cine. El tabaco está en el origen, y tal vez es la causa, de nuestra vida moderna, y para Pierre Louÿs es “el único placer que ha creado la civilización en mil ochocientos años”, quizá, de hecho, la única originalidad del hombre moderno con respecto no sólo a los placeres, sino también a la sabiduría de la Antigüedad. “La historia”, según él, “no sería más que la historia de los cigarrillos”.

Ya el tabaco, en el siglo XVI, fue traído de América para consolar a los europeos de la pérdida del mundo de certezas teológicas en el que habían vivido. Y si en un principio el tabaco fue sólo privilegio de las clases altas, también fue el primer objeto de lujo en democratizarse, por una parte en virtud de la maquinilla de liar, después gracias al “cigarrotipo” que se inventó en 1850, y finalmente por medio de la máquina Bonsak de vapor, que permitía la fabricación de millones de cigarrillos a bajo coste. Esta democratización que puso el vicio de los cigarrillos al alcance de las clases modestas tuvo el efecto de asociar por siempre al tabaco con los bajos fondos, con la marginación y con toda conducta sospechosa. Así, no es extraño que el primer poeta que con toda razón puede llamarse moderno, Baudelaire, dedicara a los cigarrillos una parte no menor de su atención, y que no tardara en ponerlos en boca de sus personajes preferidos: las prostitutas. Ellas fuman “des cigarettes pour tuer le temps, avec la résignation du fatalisme oriéntale”, lo que indica entre otras cosas que todavía en el siglo de Baudelaire el cigarrillo conservaba parte de su ancestral carácter exótico, extrapolado aquí a un tan imaginario como improbable Oriente. Pero es que el autor de Las flores del mal entiende el cigarrillo “como condición de una especie de heroísmo elegante, un triunfo sobre las formas vulgares del egotismo, una superación de la acuciante multitud de deseos y temores”, según comenta Klein, quien nos recuerda de paso que el cigarrillo que cautivó a Baudelaire “puede transmitir mundos de significado que ninguna tesis sería capaz de desentrañar”.

Por el libro desfilan diversos autores cuya obra no habría sido posible sin la ayuda de la nicotina, desde Théodore de Banville hasta Italo Svevo, el protagonista y narrador de cuya novela La conciencia de Zeno es doblemente adicto, pues además del hábito de fumar había adquirido “el de dejarlo”, razón por la cual continuamente estaba encendiendo “el último cigarrillo”. Este personaje, tras luchar con denuedo contra la adicción al tabaco, acaba descubriendo que la verdadera salud está en la muerte, lo que confiere un aire dramáticamente hamletiano a la invocación con que se abre el libro: “No sé cómo empezar e invoco la ayuda de todos los cigarrillos similares al que tengo en la mano”. Sin olvidar, claro está, a Sartre, que según Simone de Beauvoir fumaba dos paquetes de Boyard al día, aquellas “trompetas” que son en verdad las protagonistas de El ser y la nada y a las que su autor se refirió a menudo en la propia obra, aunque sólo para denigrarlas en contraste con la pipa y sus accesorios. Estos, es decir, la petaca y las cerillas, junto a la misma pipa, representan el ser, la trascendencia; los cigarrillos, en cambio, son humo, vacío, nada.

Capítulo aparte en la obra de Klein merece la Carmen de Mérimeé y también de Bizet. Por cierto que la Sevilla del siglo XIX en la que transcurre la obra era el principal centro tabaquero de Europa, “una ciudad famosa por su inmensa fábrica, donde miles de mujeres, muchas de ellas jóvenes y medio desnudas, enrollaban lánguidamente los cigarros”. La bella y fatal gitana en cuyo honor canta el coro de cigarreras en la ópera de Bizet atesora en su ser el encanto adictivo y la pérfida sensualidad del tabaco, imbuida como está de ese entorno mágico, sofocante, sudoroso, pletórico de desnudeces y por ello maldito. Allí “el cigarrillo se convierte en un poema de amor que las cigarreras escriben incesantemente y que se escribe a sí mismo a lo largo del día: Les doux parler des amants / c’est fumée! / Leurs transports, leurs transports et leurs serment / c’est fumée! No por casualidad Carmen es la diosa tutelar de una de las dos principales compañías tabaqueras de Francia, Gitanes, en competencia con la marca rival, Gauloises, desde que ambas se crearon en 1910. Esta asociación de lo femenino y el cigarrillo simboliza el temperamento transgresor de Carmen, un signo de independencia que cobraría cuerpo en el siglo XX, cuando encender un cigarrillo se convierte “en una demostración de poder que echa por tierra el tópico del pudor femenino, el ligero sonrojo que las mujeres supuestamente deben sentir, o al menos aparentar, en presencia de eso que su dignidad y su inocencia supuestamente les impide desear”. Y es que el cigarrillo, en la memoria de Europa y América, acabó por ser el acompañante de la mujer que conjuga ambas cosas, dignidad y deseo, imagen de la afirmación y la revolución sexual.

Un pasaje del libro está dedicado a Casablanca, ese film en el que todos fuman constantemente, menos Ingrid Bergman, y en el que los cigarrillos, lejos de ser un mero accesorio, se convierten en un personaje de la escena, personaje subrayado por la fotografía en blanco y negro que llega a representar un papel, incluso protagonista, dotado de actitud y personalidad (“y hasta con voz”, añade Klein), lo que se aprecia particularmente en el papel de Rick, adornado siempre con lo que se llama “el cigarrillo Bogart”: sempiterno aditamento que imposibilita “distinguir entre el actor que hay detrás del personaje y el personaje interpretado por el actor”, lo que invita a especular sobre la relación entre ambos. De igual modo sucede en el arte de la fotografía allí donde el artista ha querido que el personaje (el cigarrillo) aparezca como algo más que mero accesorio, de lo que son buena muestra diversas fotografías que son analizadas por el autor y de las que algunas se incluyen en la edición que comentamos. De entre ellas destaca la colección Les femmes aux cigarettes, realizada en 1927 por Jacques-Henri Lartigue, compuesta por noventa y cinco retratos de mujeres, unas famosas, otras desconocidas, fumando o fingiendo fumar, y que con sus descaradas poses parecen rebelarse contra la prohibición del tabaco, prohibición que unos años más tarde dictaría en Alemania Adolf Hitler, quien hizo cubrir las paredes de las ciudades del Reich con carteles en los que se leía: “Las mujeres alemanas no fuman”.

Klein opina que la persecución que hoy sufren los cigarrillos no es sino una moda pasajera. Y seguramente no sin razón, pues como se ha visto no es ésta la primera vez que la liga antitabaco hace de las suyas. Y sucede que la oleada prohibicionista, que como casi todas las cosas tiene su origen en Estados Unidos, responde a un período de supremacía del puritanismo y a un lamentable olvido: el de que el tabaco, al fin y al cabo, es americano.

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