martes, 15 de septiembre de 2015

DISPARATES / 139

JUAN ANDRADE Y EMMANUEL RODRÍGUEZ: DESMONTANDO EL MITO DE LA TRANSICIÓN

El panorama político español, con su ya célebre “ventana de oportunidades”, ha dado lugar a unas renovadas expectativas de cambio, ampliamente justificadas por el agotamiento de un modelo que se originó en la transición y que hoy se manifiesta en forma de una crisis de representatividad que afecta por igual a los partidos en los que se sustenta y al propio Estado. Las perspectivas nacidas en los últimos años, al calor del 15 M, se estarían expresando ahora mismo, según algunos, en lo que se considera una “segunda transición”, y, según otros, en la materialización hasta ahora aplazada de una “ruptura democrática”. Con independencia de la mayor o menor viabilidad de dichas aspiraciones, teniendo en cuenta otros factores de la realidad española e internacional, hay que convenir que el cambio, alguna forma de cambio, tímidamente, ha empezado a abrirse camino en la sociedad, y un ámbito en el que el mismo ha encontrado un lugar para manifestarse es el de la revisión de nuestra historia reciente, una revisión que está libre del carácter propagandístico y coyuntural que tuvo hasta hace poco la visión canónica y oficialista de la transición y que corre a cargo de investigadores que no vivieron los hechos (no habían nacido), lo que les permite asomarse a su objeto de estudio con una saludable distancia crítica. Es el caso de Juan Andrade Blanco, autor de El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político (Siglo XXI, 2012), y de Emmanuel Rodríguez López, al que se debe un reciente ensayo de título provocador: Por qué fracasó la democracia en España. La transición y el régimen del 78 (Traficantes de sueños, 2015).

Juan Andrade es profesor de la Universidad de Extremadura, y ha dedicado su atención al estudio de los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas y a los movimientos sociales del tardofranquismo. Su tesis sobre la deriva ideológica de la izquierda en la transición, defendida en 2010, fue saludada por el historiador catalán Josep Fontana como “un libro que representará una aportación fundamental a una mejor comprensión del proceso de la transición”, habiéndose convertido, en efecto, desde su publicación en tema de debate y en referencia para otros historiadores.

El libro se abre con un capítulo dedicado a fijar en lo posible el término que constituye su argumento central: el de ideología. Concepto líquido donde los haya y de difícil definición en estos tiempos, y que sin embargo desempeñó un papel crucial en aquella izquierda de los últimos años del franquismo y en los primeros tras la muerte del dictador. Sucede que la ideología fue un elemento que sirvió para dar cohesión a los militantes de los partidos de izquierda en el adverso contexto de la clandestinidad, a la vez que aparecía en su imaginario colectivo como un vago proyecto en el que se mezclaban las tareas más inmediatas del antifranquismo con las de la construcción de una sociedad socialista. Caracterizada en general por su pobreza teórica, al contrario de lo que sucedía por ejemplo en Italia, la ideología comunista española no iba más allá de un cuerpo doctrinario arraigado en los símbolos heredados de la Guerra Civil, lo que en gran parte implicaba una dependencia de la URSS que si no facilitó la creatividad y el intercambio de ideas dentro del Partido sí mostró su longeva eficacia como signo identitario. Todo ello iba a ser cuestionado, y finalmente desechado, tras la muerte del Caudillo y el inicio de la llamada “reforma política”.

A su regreso a España, Santiago Carrillo y el resto de la dirección del Partido en el exilio tuvieron que enfrentarse a dos arduos problemas. Por una parte el de encajar en (y a ser posible liderar) el proceso de cambio, y por otra el de mantener la propia autoridad sobre una militancia que estaba conformada por unos criterios y unas experiencias diferentes de los del exilio. Carrillo se presentó en Madrid con una estrategia: la ruptura democrática con el franquismo, y con un instrumento táctico: la alianza de los trabajadores y la cultura. Ésta última debía sustituir a la ya inservible alianza de los trabajadores y los campesinos, y pretendía integrar en el Partido a los nuevos sectores profesionales que se habían creado en España con el auge económico de los años precedentes y la relativa generalización de los estudios universitarios. Las maniobras que protagonizaban entretanto los supervivientes políticos del régimen, con Suárez a la cabeza, y que, secundadas por la embajada de Estados Unidos, preveían una reforma pactada en la que Felipe González debería ocupar un lugar principal, dieron pronto al traste con el proyecto de ruptura democrática, razón por la cual Carrillo se centró en su segundo objetivo: el de su propia permanencia. El Partido Comunista (o más bien su máximo dirigente) abandonó el leninismo, para abrazar a continuación ese magma de ideas imprecisas que Manuel Sacristán llamó “insulsa utopía” y que fue el eurocomunismo. Éste, según la tesis del libro que comentamos, allanó el camino para la Constitución y los Pactos de la Moncloa, y, pese al discurso oficial, mostró cómo el Partido, “ante la imposibilidad de abrir en esos momentos un verdadero proceso de transformación socialista, decidió integrarse plenamente en las dinámicas políticas de los sistemas liberales”. La moderación de las nuevas tesis del Partido permitieron que éste, aunque ya en calidad de comparsa, participara del proceso de reforma, y sirvió sobre todo para que su líder fuera aceptado como actor político por sus adversarios (salvo el ejército). La misma moderación ocasionó en el PCE una crisis interna de la que nunca se recuperó.

Si la trayectoria ideológica y política del PCE en la transición estuvo sometida al personalismo de su líder, lo mismo, de forma incluso más acusada, sucedió en el PSOE. Su máximo dirigente, Felipe González, hacía poco que se había hecho con el mando dentro de su partido, para lo que fue necesario desembarazarse de la vieja y anquilosada dirección en el exilio. El PSOE carecía de arraigo en el interior, y a fin de ganarse la estima de los sectores antifranquistas adoptó un lenguaje revolucionario y se definió como marxista. Por poco tiempo. Reacio a secundar cualquiera de las iniciativas del PCE, González adoptó su propio camino, el cual le llevó a negociar directamente con el sector del régimen que se había persuadido de que algo tenía que cambiar para que todo siguiera igual. Consciente la militancia de su propia debilidad y de que sólo González poseía los contactos, el discurso y el encanto personal para conducir al Partido hasta el gobierno, aceptó el abandono del marxismo como sacrificio forzoso para que González siguiera en el timón: había que “ser socialistas antes que marxistas”, como dijo en una de sus frases históricas González ante los delegados de un congreso de su partido. Para entonces el giro ideológico de las dos principales fuerzas de la izquierda española estaba consumado.

El libro de Emmanuel Rodríguez tiene un objetivo más amplio, pues quiere ser un retrato de todos los actores políticos y sociales de la transición. Es por ello uno de los primeros en los que el autor se ha permitido abordar el conjunto del proceso desde una perspectiva crítica, una visión novedosa que quizá tenga hoy valor generacional y que, igual que el libro de Andrade, del que éste es complementario, podría convertirse en referente para futuros investigadores. Rodríguez es profesor en la Universidad Complutense y miembro de la llamada Fundación de los Comunes, heterogénea agrupación de movimientos sociales que se creó en 2011.

El libro es producto de un doble impulso, según explica Rodríguez en su introducción: el primero, que data de unos quince años atrás, se inscribe en la redacción de una tesis doctoral referida a la historia del movimiento obrero; y el segundo, más reciente, es consecuencia del período abierto tras el 15 M. Escribe Rodríguez: “Desde entonces la urgencia por pensar el cambio político se ha combinado con la necesidad de revisar el origen de la transición, en tanto momento fundacional y marca genética de la actual democracia”. Sugiere el autor que si el régimen franquista fue capaz de idear un proyecto de reforma pactada y “no traumática”, destinado a perpetuar el poder de sus beneficiarios, el antifranquismo, por el contrario, y muy en particular en lo que concierne a las izquierdas, resultó incompetente para ofrecer un proyecto alternativo. Como hace Andrade en su libro, también Rodríguez señala la abismal disparidad entre las reivindicaciones populares del momento, sostenidas por amplios sectores de la población, y los mediocres logros alcanzados. “El resultado fue un régimen de nuevo cuño, la democracia liberal, que si bien satisfacía algunas de las nuevas demandas, las encuadraba en un marco político que apuntalaba y reproducía los intereses de las viejas y nuevas oligarquías. En esto consistió el fracaso de la democracia en la transición española”.

En contra de la consabida “correlación de debilidades” de los protagonistas de la transición, el libro señala algunos datos que parecen apuntar que otra transición fue posible. De ellos pueden mencionarse aquí dos: en primer lugar el relativo a la pujanza y solidez que en un año tan significativo como 1976 tuvo el movimiento obrero. Éste, formado por una red a veces casi espontánea de comisiones obreras que se creaban en los propios centros de trabajo, constituyó a su manera, característicamente democrática y asamblearia, una forma de empoderamiento que no dejó de tener su peso en las empresas y que por medio de la movilización consiguió a menudo sus objetivos, entre ellos el no menor de hundir definitivamente el sindicato vertical. En efecto, los datos suministrados por Rodríguez muestran cómo los salarios aumentaron de manera notable en los años últimos del franquismo y primeros de la transición, lo que fue respondido desde las altas esferas del poder político y económico con un incremento galopante de la inflación. A ello cabe añadir que si en un principio las demandas sindicales se centraban en un aumento de los salarios, con el tiempo fueron añadiéndose otras reivindicaciones ya no sólo de carácter sindical, sino también político. El mismo hecho de que las comisiones obreras no fueran todavía un sindicato centralizado y homogéneo, y mucho menos institucionalizado, favoreció el recurso de la huelga frente a la negociación, como demuestra la creciente radicalización en esos años de sindicatos como USO o la misma UGT, centrales sindicales minoritarias y amenazadas de marginalización por la masiva conflictividad obrera. Una conflictividad que tenía su correlato en la Universidad, virtualmente fuera en esos años del control gubernativo.

El otro aspecto a considerar es el referido al resultado de las primeras elecciones generales, las del 15 de junio de 1977. Si en ellas el reformismo franquista (UCD) obtuvo el 34% de los votos, el PSOE alcanzó casi el 30%; el PCE un 10%; y el PSP, el partido de Enrique Tierno Galván, el 4,5%. Mientras tanto, Alianza Popular, el partido de la derecha creado por Manuel Fraga tras ser “arrinconado” por el que lideraba Adolfo Suárez, se quedó en un escueto 8%. Conviene recordar que a esas elecciones se presentó el PSOE como partido marxista y con un lenguaje radical que diferiría mucho del empleado cuando accedió al gobierno cinco años más tarde. Igualmente debe tenerse en cuenta que las Cortes formadas tras esos comicios tenían el encargo de redactar la Constitución, a pesar de que, por las circunstancias peculiares de la época, no hubieran recibido el título de constituyentes. Tras analizar estos datos Rodríguez se pregunta: “¿Era tan irreal la ruptura?”

Los libros comentados aquí sitúan el debate y la memoria sobre la transición española en un contexto del que no se puede prescindir. Ambos cuestionan con rigor la verdad oficial y la inevitabilidad de la transición política en la forma en la que tuvo lugar. Pero ambos, como ha observado Josep Fontana, van más allá, “porque el fracaso experimentado por lo que queda de las viejas izquierdas debería inducirlas a una muy seria reflexión acerca de lo que ha significado, al cabo de treinta y cinco años, el desarme político, moral e intelectual que aceptaron en la transición como un recurso para adaptarse a las condiciones vigentes, con el objetivo de disfrutar de las ventajas que proporcionaba el acceso al poder”. Una reflexión que tampoco deberían echar en saco roto otras formaciones originadas en el naufragio de la izquierda que, en unas circunstancias muy diferentes de las tratadas aquí, vuelven ahora a encarnar gran parte de las ilusiones y las aspiraciones sociales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario