martes, 5 de mayo de 2015

LECTURA POSIBLE / 180

Corpus Barga en los años 50
CORPUS BARGA: ESTILO Y CRITERIO

Uno de esos acontecimientos que introducen a un joven abruptamente en la vida y que esclarecen su rumbo en ella tuvo lugar en la esquina de Bravo Murillo con Ríos Rosas, en Madrid, donde se hundió la bóveda del tercer depósito del Canal de Isabel II. El hundimiento de este depósito que estaba en construcción enterró a cientos de trabajadores. Ocurrió en abril de 1905, y hubo treinta muertos y cincuenta y cuatro heridos. Los estudiantes de Ingeniería de Minas fueron enviados al lugar de los hechos a prestar los primeros auxilios, y uno de ellos, que se encontraba en el tercer año de carrera, explicaría más tarde que sólo llevaban consigo los picos y palas que decoraban el patio de la Escuela, herramientas que no sabían utilizar, y que tampoco eran las más adecuadas. Aquel accidente frenaría durante años el uso del hormigón armado en las obras públicas madrileñas, y fue denunciado por diversos periódicos como un caso de enriquecimiento ilícito del constructor a costa de la calidad de los materiales, lo que daría lugar a un juicio que se saldó con la absolución de los acusados, entre ellos el director del Canal de Aguas de Lozoya y el contratista de la obra. El estudiante mencionado acudió al día siguiente a Cuatro Caminos para participar en una manifestación de protesta que fue duramente reprimida por la Guardia Civil y en la que hubo un muerto y varios heridos. Este estudiante, que poco después abandonaría la carrera, se llamaba Andrés García de Barga y Gómez de la Serna, y unos años más tarde pasaría a ser Corpus Barga.

Había nacido en 1887, miembro de una próspera familia que poseía una casa solariega en Belalcázar, en la provincia de Córdoba. El año anterior a la catástrofe referida ya había publicado, con dieciséis años, un libro de poemas, “uno de los más crudos que he leído”, según escribió su sobrino Ramón Gómez de la Serna, “un libro interesante, disparatado, audaz; tenía el estilo de los grandes atentadores”. Abandonados los estudios de ingeniería, Barga se dedica íntegramente a la literatura y al periodismo, publicando libros de relatos y abundantes artículos en los Lunes del Imparcial y en El País. Los suyos eran textos iconoclastas, característicos de los jóvenes rebeldes que entonces escribían en los periódicos estudiantiles y anarquistas. Barga, que sólo redactó una breve nota, publicada sin firma, en la revista de su sobrino Ramón, Prometeo, creó la suya propia, Menipo, en 1913. Este Menipo al que alude el nombre de la publicación no es otro que el personaje que aparece en un cuadro de Velázquez, quien lo pintó para un pabellón de caza de Felipe IV. El filósofo griego aparece de perfil, barbudo, cubierto por una capa y mirando al espectador con aire de burla. En el primer número de su semanario, Barga escribió que “Menipo salta definitivamente del cuadro del Museo del Prado, y después de calentarse los pies con unas fuertes pisadas, convenciéndose al mismo tiempo de que su cuerpo puede caminar, ha echado un trago del jarro que tiene a su vera, y volviendo a embozarse en su capa, firme de figura y único de genio, se ha lanzado a la calle… Menipo sabe que un periódico no se hace en la redacción por unos señores que no se enteran de las cosas. Un periódico en el que se va a hablar de lo que pasa en la calle, tiene que hacerse en la calle”. Este hombre que tuvo estrecha amistad con Pío Baroja y Valle-Inclán, que fue uno de los protegidos de Ortega, y que pasó muchos años como corresponsal en París, fue siempre fiel al programa anunciado en su semanario, y en efecto pasó en la calle (cuando no iba por los aires) todos los acontecimientos de su época, tanto los festivos como aquellos otros, los trágicos, que le tocó vivir, empezando por el de ese abril de 1905, al que iban a suceder dos guerras mundiales y una guerra civil.

Los paseos de Menipo duraron poco. Ya al año siguiente de aparecido el primer número, una denuncia del Ministerio de Marina pone fin a la revista y aconseja a Barga exiliarse a París. Allí vivirá hasta 1930, escribiendo para la prensa española y para La Nación de Buenos Aires, con la que, igual que Francisco Ayala, mantendría una duradera relación. Pero este primer exilio de Barga tenía causas más profundas que ya venían anticipándose en sus artículos para periódicos como El Intransigente o El Radical, así como en conferencias pronunciadas en distintos lugares de Andalucía, entre ellos en la Casa del Pueblo de Belalcázar, contra el caciquismo. “Soy, como tantos otros españoles, intelectuales y obreros, desperdigados por Europa y América, un inadaptado a la vida española no porque lleve viviendo muchos años fuera, sino que estoy fuera desde mi juventud por haber disentido radicalmente de la vida en España. Y no únicamente del régimen político. De la vida, es decir, de la sociedad en todas sus manifestaciones. De su imaginación o literatura como de su realidad política; de la vida familiar como de la social, y sobre todo de la vida más íntima, más falsamente íntima y espiritual”. Latente, pues, ya en el carácter de nuestro autor, el exilio abarcaba también a la lengua española, a la que a menudo se refirió como el “rebelde, mezquino idioma”, reacio a dejarse doblegar y a la vez insuficiente para expresar emociones complejas y nuevas, nada de lo cual le impidió ser uno de los mejores estilistas en castellano del siglo pasado.

En París frecuentó la tertulia del Café de la Rotonde y conoció a Ehrenburg, Ramón Gaya, Picasso, Maiakovski, Cocteau, Modigliani y Thomas Mann, entre otros. Sus artículos, publicados en La Correspondencia de España y, más tarde, en El Sol, no trataban sólo de la guerra europea, sino también de arte, cultura y de las costumbres parisinas. Hombre moderno en una época de fuerte impulso de la ciencia y la técnica, Barga fue de los primeros cronistas de un viaje en aeroplano, el que, organizado por la Asociación de la Prensa de París para celebrar el Tratado de Versalles, le llevó en 1919 desde la capital francesa hasta Madrid, donde fue recibido como un héroe. Y más tarde, en 1930, repitió la experiencia, esta vez a bordo del dirigible Graf Zeppelin, con el que viajó desde Berlín hasta Pernambuco.

La nómina de personajes que fueron entrevistados por Barga es extensa e incluye al escultor Auguste Rodin, al filósofo Henri Bergson y al Duce, con el que se encontró en el Palazzo Chigi en 1925. Sus crónicas de los acontecimientos en Europa gozaron de gran éxito, y, enviado por La Nación a Berlín, describió desde la capital del Reich el ascenso del nacional-socialismo y su victoria en las elecciones de 1930. El artículo Las elecciones alemanas o el centenario del romanticismo tiene especial interés, pues constituye un testimonio ejemplar de la perspicacia de nuestro autor para discernir los fenómenos de su tiempo. En él analizó la atracción que el futuro Führer ejercía sobre la juventud y sobre las mujeres alemanas, una atracción que no estaba muy alejada de la que más tarde despertarían las estrellas del cine o del pop. Barga sugiere una interesante hipótesis religiosa que a su juicio explicaría en parte el éxito del nazismo, como reacción de la tradición protestante contra el predominio político de los católicos, de cuya Iglesia el fascismo alemán habría adoptado sus conocidas habilidades para la puesta en escena y para los rituales de masas. El propio Barga, que ese mismo año regresó a España, no podía entonces ser consciente de lo mucho que esa oleada de fanatismo iba a afectar a su vida.

De nuevo en Madrid, asiste con entusiasmo a la proclamación de la República, constituyéndose desde sus inicios en uno de los cronistas más sutiles, y a la vez críticos, de la misma. El primer revés sería la adquisición de El Sol por accionistas de derecha, resueltos a privar a los republicanos del que había sido su principal medio de expresión. Para sustituir a este periódico devenido en monárquico, y por medio de Nicolás Urgoiti, se fundó en primer lugar la publicación trimestral Crisol, y más tarde el periódico Luz, del que Barga sería nombrado director en 1933.

Fue un director de periódico algo peculiar. “Nunca”, escribió, “me he podido acostumbrar a la sala o los despachos de redacción o de dirección. En cambio, las imprentas de los periódicos, desde la primera en que entré, han sido una de mis delicias, me gusta todo en ellas: el ruido, el olor, ese olor a tinta de imprenta, el sofoco de la suciedad, el desorden aparente, tantas cosas desagradables producen una embriaguez de energía y dinamismo… Como podía andar por el periódico y estar donde quisiera, me pasaba el día en la imprenta; hacía yo también, como los obreros, el periódico en ella”. Paralelamente, Barga funda y dirige el semanario Diablo Mundo, entre cuyas firmas habituales figuraban las de José Bergamín y Guillermo de Torre. Pero ambas publicaciones tuvieron una vida breve, y dejaron de aparecer en 1934. No mucho más éxito tuvo el Diario de Madrid, en el que nuestro autor colaboró asiduamente, y que sucumbió pocos meses más tarde. El último entusiasmo de Barga, a comienzos de 1936, lo dirigió al triunfo del Frente Popular.

El gobierno le encargó tomar parte en las negociaciones entre la República española y la URSS, y también en la compra de aviones de guerra que debían llegar a España por intermedio de André Malraux. Éste pensó primeramente en Barga como colaborador para la producción de su película Sierra de Teruel, papel que acabaría desempeñando Max Aub. Durante los bombardeos de Madrid, participó en el desmantelamiento del Museo del Prado y en el envío de sus obras a Ginebra; colaboró en las revistas El Mono Azul y Hora de España; y fue uno de los artífices del Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebró en Madrid, Barcelona y Valencia. En 1939, en compañía de Antonio Machado y de la madre de éste, cruza la frontera francesa e inicia su segundo exilio, que tras acabar la Segunda Guerra Mundial le llevaría a Lima. Allí fue catedrático de la Escuela de Periodismo y director de la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos. José Miguel Oviedo, profesor y crítico literario peruano, ha anotado que “alguna vez afirmé que Corpus Barga era el más grande periodista que había escrito en el Perú, y lo sigo sosteniendo. En un medio donde la mediocridad abunda y la imaginación suele faltar, él impuso un memorable estilo que combinaba la oportunidad con la rareza, la información con la quimera, la brevedad con la hondura y la gracia perdurables”. En Lima murió Corpus Barga en 1975.

No se ha estudiado todavía, o apenas, la obra de Barga desde la perspectiva de su relación con la modernidad. Cierto que él no planteó, al menos formalmente,  una crítica metódica de la misma, y ello por la sencilla razón de que la modernidad era el campo de trabajo cotidiano para este hombre de letras que, al decidirse por la escritura en la calle, se convirtió en reportero. Como tal, Barga escribió acerca de ese bonito Madrid de ladrillo que rápidamente desapareció bajo el cemento, de los viajes en aeroplano y en dirigible, del auge de las masas y por supuesto, como todos los modernos, del cine. El periodista Barga hizo la crónica de nuestra modernidad, de la madrileña, la parisina y la berlinesa, con plena conciencia, persuadido de la necesidad que el intelectual tiene de comprender su tiempo.

La ya aludida insatisfacción que experimentaba Barga hacia su lengua le hizo estar toda su vida en la vanguardia de las corrientes literarias que trataban de hallar nuevos cauces para su expresión. La obra primeriza de nuestro autor está por ello impregnada de los múltiples ismos de su época, incluido el ultraísmo, y su obra de madurez, escrita ya en el exilio, presenta rasgos de la Nouveau Roman e incorpora ciertas técnicas, como la escritura en segunda persona, que, aparte de por él, sólo fueron cultivadas en nuestras letras, con el mismo imaginativo rigor, por Juan Goytisolo. Max Aub lamentó que, en el caso de Barga, lo que había ganado el periodismo lo estaba perdiendo la literatura. De entre sus numerosas crónicas periodísticas destacan las que dedicó a su ciudad, y que fueron recopiladas en el volumen Paseos por Madrid, que publicó Alianza hace algunos años. Su obra mayor son sus memorias, que se publicaron entre 1963 y 1973 con el título de Los pasos contados, y de las que existe una moderna edición en Visor. Pese a la predicción de Aub, sólo esta obra, formada por los libros Mi familia, El mundo de mi infancia, Puerilidades burguesas, Las delicias y Los galgos verdugos, basta para situar a Barga en uno de los lugares más destacados de la literatura española del siglo XX.

Paseos por Madrid, Los pasos contados... En efecto, son títulos que aluden al trasiego en la calle, al deseo de comprender de primera mano esa modernidad de la que se es parte. El último de los libros que componen las memorias de Barga es una reelaboración, sesenta años después, de su novela juvenil, de profético título, La vida rota. Cuenta la historia de Andrés, que vuelve a su pueblo natal para visitar la casa de su infancia, “la Casa Grande”, trasunto de aquélla que la familia de Barga poseía en Belalcázar, y que el protagonista encuentra en ruinas. El recién llegado busca inútilmente personas y lugares que fueron testigos de sus primeros años. Este texto es testimonio dramático de una pérdida vital que lo es también, trágicamente, para nuestra cultura: la de los muchos talentos arrojados a los cuatro vientos y perdidos, sin dejar herencia, en el exilio. El libro es ilustración de la España entendida como ausencia y peregrina. Y allí se lee: “En la plaza del pueblo hablaste con las demás pocas viejas y todos los pocos viejos que aún quedaban. Les hiciste las mismas preguntas. Insistías en vano, Andrés. Habían abandonado el pueblo hasta las huellas”.

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