lunes, 8 de abril de 2013

LECTURA POSIBLE / 95


NIKOLÁI LESKOV, NARRADOR DE LA VIEJA RUSIA

La nómina de autores rusos de finales del siglo XIX es tan extensa, variada, y de una calidad tan poco común que no es extraño que algunos de ellos hayan quedado en la sombra, igualmente olvidados por los estudiosos como por el lector corriente. Este es el caso de Nikolái Leskov, del que cualquier aproximación a su obra, sea a las novelas o a sus numerosos relatos, produce una sensación de perplejidad por el desconocimiento que aqueja a su nombre, un desconocimiento que ahora el lector en castellano puede subsanar gracias a algunas recientes ediciones.

El olvido ya lo sufrió Leskov en vida, principalmente por causas políticas, lo que le convirtió pronto en uno de esos autores cuya obra no se basta por sí sola para alcanzar el reconocimiento debido, y que por lo mismo están necesitados de defensores ajenos a filias, fobias y camarillas, que son a fin de cuentas las que dictan las modas también en materia literaria. Leskov los tuvo, y si en primer lugar fue el propio Tolstói el que todavía en vida de nuestro autor reclamó atención a su obra, más tarde, ya en la Rusia soviética, fue Gorki quien se ocupó de él en un ensayo de 1923 que sirvió para que a Leskov se le tuviera en cuenta en la URSS, donde la edición de sus obras completas le permitió ejercer, durante décadas, una notable influencia.

Como Turguénev, Leskov era natural de la provincia de Oriol, una de las más atrasadas del imperio ruso, a cuya aristocracia pertenecía su madre, miembro de una vetusta familia venida a menos. A los dieciséis años tiene que abandonar los estudios e ingresa como escribiente en el cuerpo de funcionarios, y luego, al servicio de su tío, se convierte en guía de los campesinos que acuden a colonizar la región del Volga. Esta experiencia, junto al recuerdo de una niñera que en su infancia le contaba historias que eran “unas veces como el dulce almíbar añadido a la jalea ácida de la vida, y otras como la imprescindible mostaza con que se aderezan sus partes más groseras”, determinaron su futuro como escritor, así como los diversos tonos, a menudo enraizados en lo popular, con que confeccionaría su obra.

En San Petersburgo ejerció el periodismo, y es allí, en 1862, cuando inicia su carrera literaria. Una carrera accidentada, pues si en sus inicios fue repudiado por los librepensadores y la prensa progresista y honrado en cambio por las autoridades, la publicación en 1878 de su obra satírica Pequeños detalles de la vida episcopal le haría merecedor hasta el fin de sus días de la inquina del estado zarista, que terminaría condenando sus libros a la hoguera. A las primeras obras de Leskov, entre ellas Sin salida y Enemigos mortales, se refiere Gorki como ejemplos de una literatura que perseguía denunciar el nihilismo de la época, especialmente extendido entre los jóvenes, “ansiosos por salir cuanto antes de la ciénaga estancada y putrefacta que había sido la vida rusa”. Al nihilismo que identificaba opresión con tradición y que rechazaba por ello en su totalidad la cultura heredada, Leskov oponía un espiritualismo que tenía su origen en los Evangelios y en el folclore de los campesinos rusos, los cuales se las habían arreglado para conformar una cultura propia durante el largo período en que estuvieron sometidos al régimen de servidumbre. Ello explica que en sus narraciones abunde el personaje del tosco campesino, con la inteligencia y el buen corazón del pueblo llano, representante de un grupo social hacia el que, con ánimo de transformarlo, acabaría por volcarse la intelectualidad de la época. En el caso de Leskov, al que tal vez pueda atribuirse el “descubrimiento” de tal personaje y de su valiosa cultura popular, el protagonismo de éste se completaría más adelante con una actitud crecientemente anticlerical y tenazmente crítica con las autoridades zaristas, lo que le valdría la ya aludida inquina que debió soportar al final de su vida.

Lady Macbeth de Mtsensk (1865) es sin duda el relato más conocido de Leskov, lo que obedece a razones extraliterarias y en concreto a la adaptación del mismo que para la ópera hizo Dimitri Shostakovich. La versión musical es bastante fiel a la narración de Leskov, y curiosamente corrió una suerte similar a la de éste, pues si en un principio la obra de Shostakovich fue bien acogida e incluso aclamada como “la primera ópera soviética”, a causa de su argumento no tardaría en caer en desgracia, tachada de pornográfica y prohibida durante treinta años. Cuenta la historia de Katerina Izmailova, una joven sin estudios ni experiencia que ha sido casada con un maduro comerciante y que además debe convivir con el anciano padre de éste. La pobre Katerina se marchita en vida hasta que conoce a un guapo mozo, Serguéi, un donjuán por el que experimentará en el acto una pasión arrebatadora. Privada de otros recursos para conservar junto a sí al joven, la protagonista recurrirá al crimen, y esto más de una vez, en medio de una asfixiante atmósfera provinciana en la que nuestra asesina en serie sólo encontrará a una confidente: la sonrosada cocinera Axinia. El relato es crudo y posee como es obvio un fuerte contenido social, además de una violenta denuncia de la condición femenina bajo el régimen de los zares. En 1966 se filmó una versión cinematográfica, que fue protagonizada por la soprano Galina Vishnévskaia. Y de 1992 es una segunda, esta vez para la televisión, producida en Alemania y dirigida por Petr Weigl.

A otro género enteramente distinto pertenece la novela El peregrino encantado (1873), en la que Leskov nos muestra a uno de sus héroes rústicos más logrados, Iván Severiánich, protagonista de una narración en la que se mezclan acrobáticamente la picaresca, el relato de la vida de los santos y las historias tomadas del acervo popular. Se comprende leyendo este libro que Gorki llamara a su autor “el más original de los escritores rusos, ajeno a cualquier influencia del exterior”, afirmación a la que sin embargo cabe hacer una salvedad: pues si es cierto que no se encuentra fuera de la rusa una combinación de caracteres como la presente en esta novela, también lo es que aquí hay mucho no sólo de esa picaresca que tan familiar es al lector en español, sino también del no menos familiar libro de caballerías, y en concreto del Quijote, obra ésta última con presencia indudable en toda la obra de Leskov. Este Iván Severiánich es uno de los pasajeros del barco que hace la travesía del lago Ladoga, el cual entretendrá a sus compañeros de viaje con la narración de sus extraordinarias aventuras. Y es que este hombre, en la búsqueda de un sentido a su vida, ha ejercido de cuidador y comerciante de caballos y de niñera; ha sido cautivo de los tártaros en la estepa, soldado en el Cáucaso y actor especializado en el papel de Demonio. La trayectoria que nos narra es la de un aventurero, pero también puede leerse como la extravagante persecución de un ideal espiritual que sirve para mostrar un completo cuadro de la Rusia de la época, de las costumbres, de las supersticiones, de las servidumbres y en especial de la difícil y siempre ardua supervivencia en los márgenes de la sociedad. De todo lo cual forma parte la imprescindible (e inolvidable) historia de amor, que el narrador protagoniza trágicamente con una bailarina gitana.

En Una familia venida a menos (1874) Leskov vuelve a presentarnos otro de sus retratos de mujeres, el cual adquiere aquí un tinte abiertamente feminista. Pues si bien la novela está concebida (así lo indica su subtítulo), como la crónica familiar de unos príncipes, los Protozánov, la protagonista absoluta de la misma no es otra que Varvara Nikanórovna, quien al enviudar en plena juventud se encuentra dueña y responsable de la administración de sus inmensas propiedades. La princesa se nos aparece acompañada por otro personaje femenino, su doncella y amiga Olga Fedótovna, y la narración nos es transmitida de primera mano por la nieta de la princesa, tiempo después de los hechos que nos cuenta y que ella misma ha ido recopilando de diversas fuentes. Y también aquí, en esta historia de mujeres, nos tropezamos con el secundario Rogozhin, que es otra muestra de ese carácter quijotesco de la Rusia en descomposición. Varvara Nikanórovna es lo que se llama una mujer de armas tomar que no tiene inconveniente alguno en desenvolverse en un mundo de hombres, que sabe cómo imponer su voluntad y posee además opiniones propias. Por estas opiniones será tachada de mala madre y de mujer sin religión, lo que finalmente la convertirá en víctima de las asechanzas de la buena sociedad y de unas intrigas que terminarán por dar al traste con su privilegiada posición, cosa que ella asumirá antes que renunciar a sus ideas. Aquí Leskov vuelve a mostrarnos sin ambages el difícil destino de las mujeres, pues si en el caso de la protagonista de Lady Macbeth de Mtsensk asistíamos a lo que era capaz de urdir la mente de una joven inexperta para lograr la consumación y la conservación de su amor, en esta novela nos presenta el caso contrario: el de otra joven que intriga para librar a su enamorado de un sentimiento y un compromiso que perjudicarían la carrera de éste: “El resto de los acontecimientos se desarrollaron tal como Olga Fedótovna había previsto en aras de la felicidad ajena”, escribe la narradora. A este sacrificio de la decencia corresponde parte de culpa en el declive de esa vieja nobleza rural, opuesta por completo a la muy refinada de San Petersburgo, en la que Varvara Nikanórovna ejerció el papel de “columna de fuego y serpiente de cobre”.

Por último, La pulga de acero (1881), que en otras ocasiones se ha traducido como El zurdo, constituye una narración no exenta de futurismo que inspiró a Maiakovski su obra teatral La chinche y que viene a servir de ilustración a otra de las múltiples vertientes de la obra de Leskov: la sátira. En ella, el zar Alejandro I visita Inglaterra, donde se queda admirado por los avances técnicos de la industria y en particular por un fabuloso invento: la pulga mecánica, artefacto que uno de los consejeros del zar se propone emular y aun perfeccionar a su regreso a Rusia. El cuento nos informa de las disparatadas vicisitudes de “el zurdo”, el bizco artífice de los progresos que acabarán manifestando la superioridad, a la vez que la miseria, de la ciencia rusa.

“Leskov parecía haberse impuesto la tarea de levantar el ánimo, de confortar a la vieja Rusia”, escribió Gorki, “un país extenuado por la servidumbre, que había empezado a vivir con retraso, piojoso y sucio, pícaro y beodo, estúpido y cruel, donde las personas de toda clase y condición sabían ser igualmente infelices”. Y añadió: “Un país condenado al que había que amar y, por alguna razón, había que amarlo de tal modo que el corazón vertiera sin descanso lágrimas de sangre por el sufrimiento nacido de ese amor, un amor muy parecido al tormento de un inocente infligido por un torturador voluptuoso”. Palabras exactas que deben servir de invitación a introducirse en la obra del hasta no hace mucho semiolvidado Nikolái Leskov, ni más ni menos uno de los maestros de las letras rusas.

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Un fragmento (con censura) del film Lady Macbeth von Mzensk (1992), dirigido por Petr Weigl y basado en el relato de Leskov.

Katerina: Markéta Hrubesová (actriz)Galina Vishnévskaia (soprano)
Serguéi: Michal Dlouhý (actor), Nicolai Gedda (tenor)
Boris Timofeyevich: Petr Hanicinec (actor), Dimiter Petkov (barítono) 
Música: Dimitri Shostakovich

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