martes, 10 de noviembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 198

LOS CUENTOS DE E.L. DOCTOROW

El pasado verano, el 21 de julio, murió en Nueva York Edgar Lawrence Doctorow, autor estadounidense al que se deben diversas novelas esenciales de la literatura norteamericana del siglo XX, entre ellas El libro de Daniel y Ragtime. El conjunto de su obra ofrece todo un panorama crítico de su país y de la sociedad contemporánea, crónica escrita con tanta pasión como rigor histórico y por la que recibió casi todos los premios que en Estados Unidos se conceden a la obra de ficción, entre ellos, el año pasado, el de la Biblioteca del Congreso. En castellano se han reunido por primera vez todos los cuentos de Doctorow en un solo volumen, en una edición que ha corrido a cargo de la joven editorial Malpaso.

Nacido en Nueva York en 1931, nieto de inmigrantes judíos rusos, Doctorow se crió en el Bronx. Tras pasar por la Universidad de Columbia, fue reclutado y enviado a Alemania, siendo destinado al cuerpo de señales del ejército de ocupación, con rango de cabo. A su regreso fue empleado por Columbia Pictures como lector de guiones, y producto de esta experiencia, según comentó más tarde, resultó su primera novela, Welcome to hard times (cuyas traducciones al castellano se han publicado con los títulos de El hombre malo de Bodie y Cómo todo acabó y volvió a empezar), parodia de las películas del Oeste que se publicó en 1960. Editor en esa década de New American Library y, luego, de Dial Press, se dio a conocer en 1971 con El libro de Daniel, ambiciosa novela a la que incorporó algunas técnicas vanguardistas y en la que libremente intentó hacer una reconstrucción de la vida y el proceso que sufrieron Julius y Ethel Rosenberg, militantes del Partido Comunista americano acusados de espionaje que fueron ejecutados en 1953 en la silla eléctrica. A esta obra seguirían Ragtime (1975), Billy Bathgate (1989) y La gran marcha (2005), entre otras.

Quizá, fuera de su país, la obra de Doctorow sea más conocida por las adaptaciones cinematográficas basadas en sus novelas que por sus propios libros. La versión para el cine de El libro de Daniel fue dirigida por Sidney Lumet en 1983; y la de Billy Bathgate se estrenó en 1991, siendo protagonizada por Dustin Hoffman. Pero entre las adaptaciones basadas en novelas de nuestro autor fue Ragtime, que Miloš Forman rodó en 1980, la que alcanzó mayor éxito, no sólo en el cine, sino también como musical de Broadway, que recibió cuatro premios Tony. Doctorow era pese a sus posiciones políticas y a su visión poco benévola de la sociedad estadounidense una institución en su país, como manifestó al entregarle la medalla de oro de la Academia de las Artes y las Letras Americanas el presidente Barack Obama, quien al tener noticia de su fallecimiento reconoció lo mucho que había aprendido con la lectura de su obra. Hay, sin embargo, dos aspectos de ésta en gran parte ignorados: sus colaboraciones en la prensa y sus relatos.

En los últimos veinte años Doctorow fue columnista de diversas publicaciones americanas, en especial de New Yorker, revista en la que, junto a abundantes reflexiones acerca de la actualidad política, dejó caer a veces algunas ideas acerca de su propia creación literaria. Así, junto a artículos referidos a la investigación seguida contra el ex presidente Clinton  por su asunto con la becaria Lewinsky –episodio que según sus palabras le recordó la época del senador McCarthy y los juicios de brujas en Salem– aparecieron en New Yorker diversos textos vinculados a la creación de su novela El arca de agua, narración histórica ambientada en la Manhattan de 1871. En uno de ellos escribió que, “cuando se escribe sobre el pasado, siempre se está reflejando el propio presente”, observación que conviene tener en cuenta al respecto de sus relatos sobre tema histórico, en los que Doctorow acertó a abolir la distancia temporal entre los hechos narrados y el lector contemporáneo. Igualmente, otro rasgo característico del pensamiento de nuestro autor, su escepticismo, puede rastrearse en el comentario que Doctorow escribió a propósito de la novela Huckleberry Finn, un libro en el que “la civilización resulta ser una perversa estafa que explota en su beneficio la ignorancia de la gente”. Y en New Yorker nuestro autor publicó además ocho relatos, entre ellos Heist, Una casa en la llanura y Wakefield, acerca de los cuales intercambió una serie de correos electrónicos, que más tarde fueron publicados, con Deborah Treisman, directora de las páginas de ficción de la revista.

Con motivo del fallecimiento en 2009 de otro de los grandes de la narrativa norteamericana, John Updike, nuestro autor publicó una carta que su colega le había escrito años atrás y en la que, tras la recepción de un importante premio literario, le confesaba sentirse “paralizado por el pensamiento del gran número de autores actuales que saben cosas que yo no sé y hacen cosas que yo no sé hacer”. Doctorow se sentía representado en estas palabras, lo que no le impidió seguir escribiendo, ya que, como anotó entonces, la modestia implícita en ellas “es buena indicación de la duda, el motor que nos mueve a todos”.

Doctorow es partícipe destacado de una corriente del realismo americano caracterizada por su lenguaje directo, la construcción fragmentaria de las historias, los frecuentes saltos espacio-temporales y por una concepción coral de la ficción literaria. A menudo estas construcciones aparecen en forma de collage que, mediante materiales de diversa procedencia, hilvanan una trama compleja observada desde diferentes puntos de vista. Se trata de una literatura “democrática” de noble tradición en las letras norteamericanas, cuya reconocida eficacia reside en la capacidad del autor para enriquecer el asunto del que se trata sirviéndose del detalle a veces costumbrista y de la polifonía, dando como resultado una unidad que es tanto temática como formal y que tiene la virtud de no ser unívoca, sino múltiple. Esta multiplicidad es la que otorga a sus personajes una realidad profunda y contradictoria, es decir, humana, y gran parte de esta maestría para la creación de personajes sumidos en sus ideas y en su historia es la que exhibe Doctorow en sus relatos.

Escribe Eduardo Lago en el prólogo al volumen que comentamos que leer los cuentos de Doctorow es una experiencia estética “desasosegante”, no porque falte nada en ellos, sino porque parecen reclamar que suceda algo más, “cosa que de hecho sucede, sólo que, extrañamente, fuera de la página”. Sus protagonistas son perdedores, gentes situadas un poco o un mucho al margen, personas criadas en circunstancias anómalas –tema este que es recurrente en la obra de Doctorow– y que han quedado marcadas por ello. Pero son también luchadores, lo que emparenta a nuestro autor con su admirado Jack London, con quien compartía una noción radical de la escritura, dirigida a retratar a héroes hechos a sí mismos, enfrascados en una lucha por la supervivencia en la que difícilmente caben la esperanza y el mirar atrás. En comparación con la novela, “el cuento”, escribió Doctorow, “es más pequeño en escala, de modo que puedes ver el final más fácilmente. El viaje no es tan largo aunque sigue siendo un viaje, una forma de descubrir lo que quieres contar camino a su final. Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas”.

La ordenación de los cuentos aquí recogidos responde a la voluntad del autor, quien en sus últimos años colaboró con el editor en la preparación de este volumen. Si en sus novelas Doctorow puso su pluma al servicio de la recreación de un acontecimiento de la historia americana –siempre, de hecho, uno de esos acontecimientos que apenas se molestan en  registrar los libros de Historia, sino más bien de aquellos que forman parte de su cara oculta–, aquí se nos aparece sorpresivamente un Doctorow más personal, íntimo y a veces poético, a menudo misterioso, el cual nos habla desde diferentes lugares estéticos y con distintas voces. El relato breve le resultó a nuestro autor más propicio a la interiorización, a la visita a la conciencia de los personajes, que la novela, mucho más inclinada a la descripción de acciones y cuyo toque personal se hallaba, como se ha apuntado, en la visión de conjunto, en la compleja arquitectura de sus narraciones históricas. Cierto que estos personajes podrían ser habitantes de aquéllas y de hecho lo son en algún caso, pero aquí se nos muestran contemplados desde un interior por el que pasamos fugazmente, aceptando que del mismo es menos lo que comprendemos que lo que se nos sugiere. Ejemplo de ello es Willi, que viene a ser una ensoñación en la que se manifiestan violentos conflictos de familia, o el que cierra el volumen, Vidas de los poetas. En El cazador se nos presenta una maestra derrotada por la vida, y en el ya citado Una casa en la llanura asistimos a la huida de una madre y su hijo. Más próximos al estilo de sus novelas son El escritor de la familia, Jolene: una vida e Integración. El primero narra la historia de un adolescente y la peculiar relación que establece con su abuela, recluida en un asilo; el segundo trata de una joven dramáticamente enfrentada a su propia sexualidad; y el tercero nos describe un matrimonio de conveniencia entre inmigrantes que incluye uno de los raros finales esperanzadores de toda la producción de Doctorow.

Uno de los personajes que afloran en estos cuentos y que procede de la novelística de nuestro autor es el protagonista de Glosas a las canciones de Billy Bathgate, de quien se nos dice que “mientras el niño va olisqueando vidas ajenas al pasar ante las casas del barrio, distinguiendo el olor de las naranjas del de los quesos, los pollos, el pescado y los zapatos nuevos hechos con materiales baratos, debe vigilar con pericia lo que tiene detrás y lo que tiene delante. Sólo lleva seis o siete años en este planeta, pero ya es víctima de los chicos mayores (negros, irlandeses, italianos) que acechan, merodean y pinchan, invisibles como las agujas de zurcir, de los policías; del encargado de vigilar a los niños que hacen novillos; del Castigo, que le tira de las orejas para arrastrarle de vuelta al orfanato que está a varias colinas de distancia, a varios valles profundos (muy profundos) de distancia, con ascensos y descensos demasiado empinados, demasiado angostos para unos zapatos de goma tan pequeños, para unos calcetines tan caídos, desmadejados”.

Frases que son buen ejemplo de la prosa y del sentir de Doctorow, cuyas miniaturas americanas componen en este libro un heterogéneo y tumultuoso, y a la vez silencioso y solitario, compendio de vida contemporánea, vida menor que dibuja el contorno de las grandes cosas.

2 comentarios:

  1. Muy bueno. A comprar los cuentos para regalos Navidad. Saludos.

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  2. Sí, pero es posible que para quien no haya leído nada de Doctorow sea mejor empezar por una de sus novelas.

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