jueves, 29 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 49


DE LA DIGNIDAD, LOS ELEFANTES Y LOS HOMBRES

En estos tiempos que corren tal vez no deje de ser una audacia sacar a relucir una novela de ideas (no se me ocurre de qué otra forma podría llamarla), cuyo autor, además, nunca muy conocido entre nosotros, tiene ya un pie en el silencioso y negro olvido. Precisamente por eso está hoy más indicado que nunca redescubrir Las raíces del cielo de Romain Gary, obra por la que éste, que fue autor de unas treinta novelas, al menos media docena de ellas consideradas con razón de las más prominentes de la literatura francesa del siglo pasado, recibió su primer premio Goncourt en 1956. Su primer Goncourt, en efecto, ya que Gary ha sido hasta la fecha el único autor en recibirlo en dos ocasiones, la segunda, bajo pseudónimo, en 1975 por La vida ante sí.

La calificación de “novela de ideas” puede tener ciertamente un efecto disuasorio en el lector, por lo que conviene aclarar enseguida que novela de ideas es también al fin y al cabo Los miserables, novela, igualmente, de personajes, y que se honra como pocas en realizar la función que se espera de toda novela, es decir, la de narrar una historia. Lo mismo puede decirse de Las raíces del cielo, en cuya amplia nómina de personajes (pues se trata de una obra coral) abundan los perfilados minuciosamente, y en la cual figura algo tan raro en la producción literaria moderna como un héroe, uno genuino, legendario, al estilo de los héroes conradianos, y que es portador del ideal humano que pone en movimiento a la historia y a los personajes que serán testigos, y que testificarán, sobre ella (a veces contra ella). El héroe y su idea hacen reflexionar a los otros personajes, modificando su punto de vista y forzándoles a actuar, a tomar partido. Y es posible que la propuesta de este héroe del que no sabemos gran cosa, aparte de que se apellida Morel, no deje indiferente tampoco al lector actual.

El francés Morel fue hecho prisionero por los alemanes en la II Guerra Mundial y enviado a un campo de trabajos forzados. Aquí empiezan y terminan los antecedentes que la novela nos proporciona del héroe. Años después Morel reaparece en los Montes Oulés, en el Chad, que entonces formaba parte del África Ecuatorial Francesa. Excepto por el detalle de que se trata de África, la vida en la colonia no se diferencia mucho de la que cabría esperarse de una apacible ciudad francesa de provincias. El centro social de la misma, que es casi también su centro administrativo, es el Chadien, un modesto hotel regido por un simpático traficante de armas libanés. Allí trabaja la rubia Minna, berlinesa y ex cabaretera. Entre los asiduos del hotel se encuentra el “mayor” Forsythe, ex oficial norteamericano que, como el resto de los habitantes de la colonia, arrastra una oscura y azarosa historia. Pues estos personajes secundarios que no parecen sino esperar la llegada del héroe, el cual dará un relieve inesperado a sus vidas, sí poseen una amplia y bien documentada vida anterior, de la que se deduce que todos ellos vienen a ser algo así como ruinas humanas, unas ruinas que, como tales, han sido enviadas a un basurero de la geografía y de la Historia y que son producto de la terrible primera mitad del siglo XX.

Morel se presenta con una cartera (que le acompañará hasta el fin de la novela) y un documento que somete al examen de los habitantes y transeúntes del Chadien, a fin de obtener de ellos el respaldo de su firma. El documento, que reclama de las autoridades la prohibición de la caza de elefantes, merecerá sólo la atención de la ex cabaretera y del ex oficial norteamericano, quienes finalmente acompañarán a Morel cuando éste, a la vista del escaso éxito obtenido, decida cambiar de estrategia y, como decimos entre nosotros, “se eche al monte”, a la cabeza de un maquis dispuesto a imponer por la fuerza la protección de la fauna africana.

Lo dicho hasta aquí bastaría para imaginar una predecible novela de aventuras en la que unos idealistas cargados de buena intención, pero también de misantropía y de hastío no sólo hacia su propia especie, sino también hacia la vida, deben enfrentarse a poderosas y desconocidas fuerzas que por todos los medios tratarán de hacerles fracasar. De hecho, la obstinada determinación de Morel, y la que muestran los otros en seguirle, recuerda de inmediato aquella aventura real de la zoóloga Dian Fossey, que se marchó a las montañas Virunga de Ruanda para proteger (cuando hizo falta también por la fuerza) a unos gorilas que acabarían haciéndose famosos gracias a su libro Gorilas en la niebla y a la película homónima. El libro de Gary, en efecto, se anticipó en un par de décadas a la guerrilla conservacionista de Fossey, empeño que a ésta última acabaría costándole la vida y que todavía hoy sirve de inspiración a los protectores del medio ambiente. Por otra parte, la novela de Gary fue publicada en un momento en el que, como su autor escribiría más tarde, sólo cuatro personas conocían en Europa el significado de la palabra “ecología”. Ya sólo esto basta para que consideremos a Gary un precursor y a su personaje Morel un iluminado, pero lo mejor es que después de las cien primeras páginas el lector ya es plenamente consciente de que la cosa no va de elefantes, o no sólo de eso.

Gary (o mejor dicho: el conjunto de los personajes de la novela, que toma la palabra en lugar de él) describe con morosa precisión las implicaciones políticas de los actos de Morel, implicaciones que alcanzan una dimensión mundial y en la que cada actor tiene su parte, la cual consiste en aprovecharse de Morel, en explotar sus éxitos y su popularidad en beneficio propio y, en algún caso, en traicionarle. Así, la narración se convierte por momentos en una novela política en la que polemizan y se combaten mutuamente los intereses que involuntariamente, con su acción, el propio héroe ha puesto en juego: los movimientos independentistas africanos, que empezaban a barruntar el final de la colonización; la prensa, ansiosa por mostrar a la opinión pública el auge y la decadencia de un mártir; y las propias autoridades coloniales, que se niegan a aceptar las proclamas conservacionistas de Morel y temen ver en él a un líder nacionalista al servicio del panarabismo de El Cairo o, lo que es peor, de Moscú. El interesante debate político que pone en escena la novela, y que no ha perdido vigencia, confluye en un cuestionamiento del progreso y de la capacidad de éste para armonizarse con la naturaleza.

Sin embargo, tampoco la política internacional es el verdadero tema de la novela, como el lector empieza a intuir hacia la mitad del libro. Morel insiste una y otra vez en que sus actos no tienen más sentido que la protección de los elefantes, esos magníficos y anacrónicos animales a los que el hombre debe dejar un margen, pero para entonces ya deja ver lo que se oculta en el fondo de su rebeldía, que no es otra cosa que una vindicación épica, bellísima, de las más fértiles que se han escrito, de la dignidad humana. Estos hombres, que son víctimas de una espantosa soledad, y que han dado la espalda al progreso material que a fin de cuentas ha resultado ser el vencedor de la última guerra, aspiran a restablecer mediante el deber moral que se han impuesto una dignidad que la especie humana ha perdido en los campos de batalla, en las ciudades arrasadas por los bombardeos y en las cámaras de gas. Un ideal limpio de todo interés, en lugar de la corrupción que domina la política y la ciencia, devolverá al hombre la confianza en el hombre y en su facultad para influir en la Historia, viene a decirnos Morel. Es aquí donde el libro alcanza una mayor y más rica densidad conceptual, aproximándose a un modelo de relato que trasciende todo lo dicho hasta el momento, que nos resulta familiar y que no es otro que el que nos han hecho de la vida de Cristo, ese otro rebelde que sabía que iba a ser traicionado, convertido aquí en un Cristo laico que participó en la guerra de España, que sufrió los campos de concentración nazis y al que se vio, siempre tozudo y optimista, en todas las causas perdidas.

Las raíces del cielo es una novela que crece y se ennoblece a cada página. Que los hechos sean narrados por un personaje a otro en una sola noche, como sucede también, dicho sea de paso, con el Lord Jim de Conrad, confiere a los mismos una distancia que es muy conveniente a su naturaleza épica. Se trata de una de esas novelas que escapan a cualquier género, que contienen todo un mundo, que perturban y nos llevan a creer justa la felicidad que sintió un hombre al culminarla. Una felicidad que en el caso de Gary no parece haberle reconciliado con esta especie humana que hasta ahora sólo ha sido capaz de utilizar un cuarto de su cerebro, lo que a él le hizo pensar que en las otras tres cuartas partes, vírgenes todavía, se encuentre tal vez el órgano de la dignidad. La novela fue llevada al cine por John Huston en 1958, y de nuevo este director aficionado a las adaptaciones imposibles (Moby Dick, Bajo el volcán) se quedó a medias. Romain Gary, que también dirigió dos películas y estuvo casado con la actriz Jean Seberg, se suicidó en 1980.

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