martes, 19 de marzo de 2013

LECTURA POSIBLE / 92


LA OTRA PARTE, DE ALFRED KUBIN. SÁTIRA Y HUMOR NEGRO PARA EL FIN DE LOS TIEMPOS

“El hombre no es sino una nada autoconsciente”, escribió el filósofo Julius Bahnsen; y con estas pesimistas palabras de un autor que creía que la moral no sirve para librar a la humanidad de sus males, ni del absurdo que es la ley suprema de la vida, se abre el epílogo de La otra parte, novela que fue escrita en 1909. Bahnsen había muerto en 1881 y era poco después, en el cambio de siglo, una de las fuentes de inspiración de los artistas de vanguardia, especialmente de los adscritos a cierta corriente que fue protagonista en la época, una corriente vecina de lo que en literatura se llama novela fantástica y que en pintura recibió el nombre de Simbolismo. A ambas, en su doble condición de novelista y artista plástico, perteneció el bohemio Alfred Kubin.

Todo tiempo de progreso técnico tiene como es sabido su reverso, su inquietante carga de horror y de presentido apocalipsis, lo que sucede en nuestra era nuclear y sucedió también hace cien años, de lo que se nutrió la obra literaria y pictórica de este autor que vivió los preliminares de aquella Gran Guerra en la que se puso en práctica por primera vez un ensayo de exterminio humano. Empezó su carrera como aprendiz de fotógrafo, aprendizaje del que obtuvo escaso provecho. A la edad de diecinueve años intentó suicidarse sobre la tumba de su madre, y su naturaleza hipersensible volvió a ser puesta a prueba poco tiempo más tarde, cuando fue admitido en el ejército austríaco, del que no tardaría en ser expulsado a causa al parecer de un ataque psicótico. En 1899 se trasladó a Munich, y allí descubrió que sus fantasmas interiores podían exteriorizarse artísticamente y hasta, acaso, permitir que se ganara la vida. Poco después empieza a colaborar en la revista satírica Simplicissimus. Eran los tiempos en que se estaban dando a conocer unos pintores a los que los académicos consideraban como la morralla del arte y que se llamaban James Ensor, Henry de Groux, Odilon Redon, Féliciene Rops, Edvard Munch y Max Klinger. A la vista de los cuadros de éste último, escribió: “He aquí que un arte nuevo se abrió para mí, un arte que ofrecía libertad de expresión a todos los mundos imaginables del sentimiento”. Por influencia de Klinger y de Goya se dedicó a los grabados al aguatinta, siempre para reproducir motivos fantásticos y macabros. Pintó, no obstante, algunos lienzos, y tomó parte en la primera exposición de Der Blaue Reiter en 1913. Ilustró obras de Balzac, E.T.A. Hoffmann y Poe, fue íntimo amigo de Kafka y escribió una extensa obra literaria que incluye novelas y una autobiografía, Mein Werk, Dämonen und Nachtgesichte (1931). Vivió durante más de cincuenta años en un pequeño y ruinoso castillo de la Alta Austria, y allí falleció en 1959.

La obra gráfica de Kubin desafía al espectador y al crítico por la incapacidad que les asalta de traducir sus imágenes a palabras comunes. Cierto que en ellas pueden apreciarse influencias, en particular las de Brueghel, Goya y los contemporáneos aludidos más arriba, así como su propia influencia sobre la pintura de otros, en especial los surrealistas, pero nada de eso sirve para explicar el misterio de sus obras, un misterio que es profundamente personal y quizá hermético, intransferible. Otro tanto, pues su obra literaria obedece a los mismos principios, sucede con esta La otra parte, que es considerada como una novela de culto por los aficionados al género fantástico y que es de esas obras literarias para las que cualquier tentativa de interpretación parece desde el principio abocada al fracaso.

Su argumento puede resumirse así: el protagonista y narrador, cuyo nombre ignoramos, recibe la visita de un enigmático desconocido, el cual es portador de un mensaje. Mediante éste, Claus Patera, antiguo compañero de estudios, invita al protagonista a visitar sus propiedades en una remota región de Asia. Según parece el ex condiscípulo ha fundado allí un estado al que llama el Reino de los Sueños, en cuya capital, Perla, ha invertido la totalidad de su inmensa fortuna. Para acceder a este lugar, que ha sido construido “contra todo lo que guarde relación con cualquier forma de progreso”, el viajero deberá disponer de un salvoconducto, que no es otro que un retrato del mismo Patera, al que el mensajero llama repetidas veces “el Amo”. Tras vencer su lógica desconfianza inicial, el narrador y su esposa aceptan la invitación y parten hacia el Reino de los Sueños.

Alfred Kubin, El último rey (1902)
Brevemente el narrador nos describe el fatigoso viaje hasta el reino de Patera. La primera visión de éste es una alta muralla en la que se abre un portón, el cual da paso a un lóbrego túnel. Y es aquí donde por primera vez lo que parecía ser un viaje de placer adquiere un significado diferente, cargado de oscuros presagios. “Nunca volveré a salir de aquí”, dice proféticamente la esposa del protagonista mientras se internan en el túnel que les conducirá a otro espacio-tiempo, un lugar en el que todos sus habitantes han sido reunidos por invitación expresa de Patera. Los componentes fantásticos del relato se acentúan en un lento crescendo en el que se irán insertando otros personajes, cada cual más disparatado, y en el que cobrarán intensidad los rasgos terroríficos del lugar (en el que nunca se ve el sol) y de sus habitantes. Más adelante sabremos que en los alrededores de Perla hay una colonia en la que subsiste una especie de raza ancestral de hombres con los ojos azules; conoceremos las veleidades y la infatigable actividad sexual de la esposa de uno de los hombres eminentes de Perla; así como las disquisiciones filosóficas de un barbero, el cual tiene como aprendiz un mono llamado Giovanni Battista. En el centro de la plaza mayor la torre del reloj ejerce un hechizo permanente sobre los personajes del Reino de los Sueños, y ante dicha torre se erige el inmenso palacio desde donde supuestamente “el Amo” rige los destinos de sus súbditos.

El Reino de los Sueños es un mundo cerrado y claustrofóbico, una utopía que se ha convertido en su contrario y cuya destrucción comenzará con la llegada al lugar de un millonario americano, el magnate de la charcutería Hércules Bell. En el camino, como puede deducirse de lo anterior, hay ecos del Infierno de Dante y del castillo que protagonizó una de las novelas de Kafka, pero tampoco faltan las alusiones a las historias de iniciación y a la tradicional novela de formación alemana. Las lecturas que permite el relato son múltiples y algunas de sus claves se encuentran diseminadas aquí y allá, lo que puede observarse ya en la información que el mensajero suministra al narrador en las primeras páginas: “Toda persona que se encuentra acogida entre nosotros está predestinada para ello”, le dice. “Como es sabido, una extrema agudeza en los órganos sensoriales permite a sus poseedores captar ciertas relaciones del mundo individual que no existen para el hombre común”, lo que da idea de que los elegidos para vivir en el Reino de los Sueños deben ser, pues, seres privilegiados de antemano (o acaso condenados) por su propia predisposición innata y por unas facultades psíquicas extraordinarias, las cuales a la vez tendrían la propiedad de incapacitarles para la vida corriente. No poco de este mundo psíquico reaparecería décadas después en la obra de uno de los mayores admiradores de esta novela: Hermann Hesse.

Por estar confeccionada con el material de los sueños, La otra parte es, más que una novela, una multiplicidad de ellas cuyo número se corresponde con el de los sueños que sugiere, es decir, con el de sus posibles lectores. Pero es también una novela crepuscular que no agota sus significados en lo meramente onírico, y que nos habla con ironía de la decadencia de la vida, de la extraña fascinación de la muerte y de la soledad. Autoridades todas ellas ante las que poco puede el hombre, reducido aquí a su mayor impotencia, lo que explica que toda acción individual sea estéril para salvar al Reino de los Sueños. En éste, en efecto, no hay héroes, ni siquiera conciencias particulares, sino sólo una superconsciencia colectiva, al modo de la que puede encontrarse en un hormiguero en el momento es que es aplastado por una fuerza tan sobrenatural como injustificada. ¿Por qué el hombre no duda en salir al encuenro de lo desconocido incluso cuando esto se presenta envuelto en niebla y en oscuros presagios? Que en medio de la irremediable destrucción sólo existe, tal vez, la voluntad del viaje, que es lo mismo que la de vivir, es algo a lo que se refiere el narrador con estas palabras: “Todos somos peregrinos. Nuestra vieja tierra nos ofrece el primer gran ejemplo. ¡Un instinto, una ley natural! Por más cansado que estés, tienes que seguir siempre adelante… La verdadera paz sólo se encuentra cuando se ha viajado de veras. Y todo el mundo se regocija de ello en secreto, aunque nadie se lo confiese a sí mismo. Hay muchos que ni siquiera lo saben. Los hay también que por haber corrido mucho mundo no desean seguir peregrinando, o que están en cama, enfermos, o que por cualquier razón no pueden viajar más. Estos son los que viajan en el interior de su mente, en su imaginación, y también suelen llegar lejos, muy lejos… pero permanecer inmóvil…, imposible. Es algo que no existe”.

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