martes, 15 de octubre de 2013

LECTURA POSIBLE / 119

UN VOLUMEN REÚNE LAS TRES PRINCIPALES NOVELAS DE WOLFGANG KOEPPEN

Como es sabido, el estado de la literatura alemana al término de la segunda guerra mundial no era muy diferente del de la propia geografía alemana: un montón de escombros. La totalidad de los autores que habían hecho grande la narrativa de la República de Weimar estaban muertos o en el exilio, y los poco más de diez años de prohibición de sus obras, como también de lo escrito por la generación anterior, habían caído sobre todos ellos con una eficacia nunca vista antes en el campo de la censura. Muchos de esos exiliados nunca volvieron. E hicieron bien, como demuestra el trágico ejemplo de Klaus Mann, autor que ya era alguien en las letras germanas antes del nazismo (no sólo por ser hijo del autor de La montaña mágica), y que a su regreso a Alemania tras la guerra, con la cívica y noble ilusión de participar de la regeneración alemana, se encontró desplazado y rechazado por una realidad hostil que le llevó al suicidio. Este acto del joven Mann certifica en Alemania, no en época del Tercer Reich, sino en la del inicio de la reconstrucción, el entierro sin honores de toda la literatura anterior al ascenso del nacional-socialismo.

Había otra razón más grave, si cabe, que explica la devastación en que se encontraba la literatura alemana en 1945, la cual atañe directamente a la materia prima de la misma: la lengua. Pues sucede que esos “poco más de diez años” de nazismo habían bastado para adulterar y deteriorar el alemán hasta un extremo difícilmente imaginable, convertido en fraseología aria falsamente científica, y reducido a un tan estruendoso como hueco repertorio de consignas nacionales, todo ello al servicio de la propaganda del Reich, primero, y después, de la guerra.

La así llamada Trümmerliteratur, o “literatura de los escombros”, tenía por tanto un doble objetivo: el de crear prácticamente de la nada unas nuevas narrativa y poesía y el de devolver a la palabra, raptada durante diez ominosos años por el partido y el estado, su sentido y su dimensión humanos. A ello se pusieron un Heinrich Böll de veintisiete años, unos Ingeborg Bachmann y Günter Grass que no habían cumplido los veinte y algunos otros, miembros del “Gruppe 47” al que ya nos hemos referido aquí no hace mucho. Estos juveniles autores, que por entonces tenían en común su inmadurez, se vieron más o menos favorecidos por la política cultural de las potencias vencedoras y en especial de Estados Unidos, deseosas de someter a Alemania, por medio del cine, la literatura y más tarde la televisión, a un masivo proceso de desnazificación que debía borrar de la escena alemana todo recuerdo de la década anterior. En consecuencia, lo que se esperaba de ellos, y de lo que dependía su divulgación nacional e internacional, era que, a la par que una regeneración literaria y moral, ofrecieran a los alemanes una visión realista del significado histórico del nacional-socialismo. Todo ello, se entiende, sin cuestionar en modo alguno las bondades y excelencias del proceso mismo de desnazificación y de reconstrucción alemana.

Es cierto que estos bisoños autores en un principio pudieron satisfacer las expectativas puestas en ellos, pero también lo es que a partir de 1960, cuando Böll publica Billar a las nueve y media, las autoridades culturales de Alemania Occidental pudieron empezar a observarlos con justificado recelo. Y es que en la obra mencionada Böll se permite una amplia reflexión que contempla el nazismo y “el milagro alemán” como una línea continua en la que no es poco lo que en éste sobrevive de aquél, poniendo en tela de juicio, de raíz, las verdaderas intenciones y los logros y fracasos de la tan ensalzada reconstrucción. Lo que en los años precedentes había pasado en el ámbito de la literatura, y que dio pie a Böll para escribir ese libro, tiene un nombre y un apellido: Wolfgang Koeppen.

Koeppen escribió cuatro novelas, la primera de las cuales, Anotaciones de Jakob Littner desde un agujero, de 1948, fue publicada entre nosotros hace algunos años por Alba Editorial. Las otras tres, que son las que han dado a su autor la escasa fama que hoy tiene, son Palomas en la hierba (1951), El invernadero (1952) y Muerte en Roma (1954), que en traducción de Carlos Fortea fueron publicadas, sueltas, por RBA, y que la misma editorial ha reunido más tarde en un solo volumen.

Hay que decir que Koeppen no se benefició del amparo de las potencias vencedoras, en primer lugar porque era sospechoso de izquierdismo en un tiempo en que los miembros del “Gruppe 47”, una generación más joven, todavía no lo eran; y en segundo porque con la salvedad de su novela de 1948, que narra el drama de un comerciante judío desde que es detenido hasta su liberación, toda su obra es precisamente lo que no debía ser, o sea: la denuncia descarnada de la supervivencia de la ideología nazi, y de algunos de sus protagonistas, en plena reconstrucción alemana, cuestionando con ello los fundamentos de la supuesta democracia de postguerra.

Pero Koeppen fue todavía más lejos, si nos atenemos al aspecto formal de sus novelas y en especial de Muerte en Roma, seguramente su obra maestra, en la que puso en marcha un arsenal literario que por momentos recuerda el estilo de Alfred Döblin en Berlín Alexanderplatz (y el de Joyce), y que anticipa, por estilo y temática, a otro fustigador incansable de su patria y su tiempo: Thomas Bernhard. Lo anterior basta para ubicar a Koeppen en el centro mismo de la mejor y más noble narrativa germana del siglo XX, lo que hace que sea aún más sangrante el hecho de que si hoy le conocemos es gracias únicamente a la defensa que de él hizo Marcel Reich-Ranicki, el más que influyente crítico literario (y él mismo miembro del “Gruppe 47”) recientemente fallecido, quien le rescató de las cenizas cuando nuestro autor, todavía en vida, se hallaba en el más absoluto e injusto olvido.

“Vosotros, nazis, por qué le habéis elegido, por qué habéis elegido la miseria, por qué el abismo, por qué la ruina, por qué la guerra, por qué habéis tirado el patrimonio por los aires, yo tenía dinero, nazis”, clama la Emilia de Palomas en la hierba, que ha perdido el patrimonio familiar y ahora está alcoholizada y amargada. En esta novela Koeppen toma el pulso a la Alemania de su tiempo para advertir en ella el “toque de arrogancia, sacrilegio y sibaritismo” propio de la ocupación. Heinz, el muchacho de la calle, se dedica a sus trapicheos mientras las limusinas se deslizan a su alrededor, embaucándole con un espejismo de riqueza que le permite olvidar la vergüenza de que su madre “va con un negro”. Pues aquí los soldados americanos son la panacea que toda mujer busca de taberna en taberna y de casa de putas en casa de putas, lugares en los que la gente hasta hace poco próspera aprende a vivir con “envidia, carencias e ilusiones”. Ya aquí la obra de Koeppen alcanza, junto a sus tonos más sombríos, una expresividad que durante años permanecería inigualada en la literatura alemana. Ello a veces mediante el uso de técnicas que ya habían probado su eficacia en los albores del siglo, como el monólogo interior o como la simultaneidad de las acciones, la cual sirve al autor para otorgar a su relato la viveza de una descripción casi cinematográfica de la gran ciudad, o para asistir a un mismo acontecimiento desde diferentes puntos de vista; y a veces, cuando es necesario reproducir una atmósfera, apelando a la tradición heredada del expresionismo: “Era el momento, la hora de la tarde, en que los ciclistas corrían por las calles despreciando la muerte. Era la hora de la caída de la tarde, la hora del cambio de turno, del cierre de las tiendas, la hora del retorno de los trabajadores, la hora de que los trabajadores nocturnos espabilaran”. Y hay en estas páginas un tremendismo que resultará familiar entre nosotros, especialmente a los lectores de Cela y de Martín-Santos: “Como palomas en la hierba” pasean los hombres por el bulevar, entregados al carnicero, pero orgullosos “de la imaginada libertad de Dios y del origen divino, que no llevaba más que a la miseria”.

Si la novela anterior ahonda en los descalabros de la ocupación, la siguiente, El invernadero, anuncia el tema que será central en la última novela de Koeppen, y que aparece ya en las primeras páginas: “La restauración se estaba extendiendo y asentando”, observa el protagonista, diputado en el Bundestag que a medida que se enfanga en el lodazal de la política alemana percibe a su alrededor el reflotamiento de la ideología y las maneras nazis. Enfrentada a este hecho, la conciencia del personaje oscila entre el apaciguamiento y la rebeldía, aunque “sólo un muchacho entusiasta podía soñar aún durante un rato con la revolución, que no era más que un concepto de fantasía y ensueño, una flor sin olor… bueno, la flor azul de herbario del romanticismo”. La obra contiene una temprana crítica del parlamentarismo contemporáneo, tan distinto al de los tiempos originarios, cuando “los diputados se habrían negado a celebrar sesión bajo la protección policial, porque el Parlamento, fuera cual fuera entonces su composición, era hostil a la policía, porque era la oposición en sí, la oposición a la corona, la oposición a la arbitrariedad de los poderosos, la oposición al Gobierno, la oposición al ejecutivo y sus sables…”, reflexiones que dan un interés muy actual a esta novela profundamente política, áspera y crepuscular.

La novela que cierra esta trilogía de postguerra, Muerte en Roma, es de las más importantes escritas en Alemania, y quizá en Europa, en el siglo pasado. Narra el encuentro accidental de toda una familia alemana en Roma, convertida aquí en majestuoso escenario de una tragedia familiar y nacional. Sobre dicho escenario, que es el de los césares pero también el de Mussolini, aparece como resucitado Gottlieb Judejahn, general del Tercer Reich al que se creía muerto, y que en realidad ha encontrado refugio en cierto país árabe, donde ha recibido el mando de un ejército. Entre su parentela se encuentra su esposa, devota hitleriana; su hijo, que para escarnio de Judejahn se ha convertido nada menos que en sacerdote católico; su sobrino, que para no menos escarnio del protagonista es un compositor de “música degenerada”; y el padre de éste, modelo de arribista y de hipócrita que fue alcalde con los nacional-socialistas y que ahora vuelve a serlo en su calidad de demócrata de siempre. En su delirio, el viejo general sueña con reconquistar Alemania, mientras los distintos miembros de la familia circulan, se encuentran y desencuentran en las calles y plazas de una Roma fantasmal, vista dislocadamente por los ojos de los protagonistas. Y si bien es cierto que el terrible Judejahn se nos presenta a veces, y de manera progresiva, con tintes enloquecidos y caricaturescos, no lo es menos que Koeppen logra con este magistral personaje una recreación psicológica de primer orden, al igual que ocurre con el retrato de conjunto de su disparatada familia.

“¿Podríamos quizá cambiar Alemania?”, se pregunta uno de los personajes de esta novela. “Pero mientras lo pensaba ya no me parecía posible cambiar Alemania, sólo se podía cambiar uno a uno mismo”. Frase que resume el pesimismo de Koeppen, alemán de Pomerania que con agudeza captó en los años de postguerra el redoble de un tambor que presagiaba nuevas calamidades, y que escribió: “Los muertos no reían, estaban muertos, o no tenían tiempo, y les era indiferente cuál de los vivos viniera, estaban en transformación, pasaban de la vida, sucios y cargados de culpas que quizá ni siquiera eran culpa suya, a la rueda de los nacimientos, para una nueva existencia de expiación, un nuevo ser culpable, un nuevo e inútil existir”.

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