martes, 2 de diciembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 168

EMILIO CARRERE, UN BOHEMIO SIN CAUSA

“¿No les interesaría a ustedes vivir en el siglo XXI?”, pregunta un doctor, dueño del elixir de la vida o talismán de la eterna juventud, que ya conoció el mago Cagliostro, a dos colegas que van a presenciar cómo inyecta el fluido maravilloso en una cobaya humana, un poeta paupérrimo y desnutrido que con su sacrificio, para mayor gloria de la ciencia, espera dejar a su esposa y su hija una renta de veinte mil duros. Estamos en el Madrid de 1941. El cuento se llama La momia de Rebeque y su autor fue Emilio Carrere.

El personaje (el autor) es de aquellos que son producto de la generación espontánea, una destilación única procedente de un tiempo y de un lugar igualmente únicos y que vienen a ser como un accidente histórico, un accidente menor, en todo caso, pero que por azarosos vericuetos ha conseguido perdurar lejos de su época. Emilio Carrere es o dice ser un bohemio. Y es un bohemio madrileño. Como plumífero estajanovista, fue autor de cientos de narraciones en forma de novela o de relato, de un buen número de poemas y de tres zarzuelas, a lo que hay que añadir sus traducciones de poesía francesa, sus colaboraciones en la prensa y sus piezas para el teatro. Una contabilidad parcial de su obra sólo pudo hacerse en 2005, ya en el siglo en el que, una vez rehidratada, tendría que revivir la momia del poeta Rebeque.

Se recuerda estos días a Emilio Carrere por cumplirse los setenta años del estreno de uno de los films más extravagantes y desvariados del cine español: La torre de los siete jorobados, que dirigió Edgar Neville a partir de una historia firmada por Carrere. Todo en éste es paradójico y tiene una intrahistoria, un lado oculto y misterioso como el de la luna: ello explica que el relato que dio origen a la película mencionada sea suyo sólo en parte. Tampoco es del todo cierto que Carrere fuese un bohemio. Ni su obra, aunque extensa, lo es tanto como podría desprenderse de la sola enumeración de los títulos aparecidos bajo su nombre. Ni siquiera éste, o mejor dicho: su apellido, es lo que parece.

A la manera de un héroe galdosiano, vino al mundo en Madrid, hijo de una madre soltera que falleció tras el parto. De ella conservó el apellido de origen francés (Carrère, que a lo largo de su vida escribiría indistintamente con o sin tilde). El padre, abogado gallego con ambiciones políticas, nunca le reconoció, seguramente a fin de no estorbar su promisoria carrera, pero con intermitencias se hizo cargo del muchacho y de Manolita, su abuela materna, con la que se crió. Tras un fugaz interés por la pintura, el muchacho se matricula en el Centro Instructivo Obrero que había sido fundado por Alberto Aguilera, donde toma clases de declamación. Sin embargo, de sus inclinaciones de entonces la única que dejaría huella en nuestro autor fue el billar, que practicaría toda su vida y que le permitiría trabar relación con algunos personajes del momento, entre ellos el compositor Federico Chueca. Al caer enferma su abuela, el padre, convertido por entonces en diputado, le enchufa en el Tribunal de Cuentas, lo que resolvería las finanzas de Carrere. Pues si ciertamente el diputado no ejerció de padre sí lo hizo de padrino, permitiendo así a su ahijado ser un ejemplo modélico del funcionario de la época: nunca se le veía en su oficina. Esta independencia económica, junto a una importante biblioteca, fue el legado que recibió Carrere.

Hizo buen uso de él, lo que no impidió que se repitieran en su existencia los tiempos de estrechez. A partir de aquí sus vaivenes son los propios de un aspirante a escritor en la capital del reino; publica poemas en algunos semanarios y frecuenta las tertulias de los cafés. Son los tiempos en que Madrid empieza a darse aires de ciudad europea: se proyecta la construcción de la Gran Vía y del metro, así como la de los nuevos arrabales de Las Ventas y Tetuán. La masiva inmigración suscita la picaresca, y Madrid se convierte en una ciudad de figones y fondas de mala muerte, en cuyas calles proliferan carteristas, trileros y timadores. Entre las amistades que nuestro autor entabló en los cafés madrileños figura la de Rafael Cansinos Assens, quien le describió así: “Era entonces un joven delgado, vestido de negro, con chambergo y chalina, un ojo estrábico y como tuerto, y grandes melenas negras, como compensación a su incipiente calvicie… Admiraba a Heine y a Baudelaire y también a Verlaine. Pero su ídolo era Murger, los héroes a los que quería parecerse eran los personajes de la Vie de bohème, popularizados por Puccini en su ópera, de la que solía tararear trozos, con muy mal oído, por cierto”.

Sucede que en realidad la bohemia madrileña fue sólo el pálido reflejo y el eco de una bohemia lejana: la de París, transmutada aquí, más que en una forma de vida, en una pose. Esta estética bohemia se compaginaba bien con la sinecura del funcionario y, en general, con los hábitos noctámbulos de Carrere, que cultivó su propia efigie como si fuese la de un personaje romántico. No otra cosa, sino una accidental superposición de la poesía de Bécquer y Rubén Darío, de los simbolistas franceses y de la obra y los hábitos alcohólicos de Poe, es lo que para Carrere, en un primer momento, significó el “modernismo”. Así, a su ingenuo y becqueriano primer libro, Románticas, de 1902, sucedió cuatro años después La corte de los poetas. Florilegio de rimas modernas, apologética antología modernista que empezaría a dar fama a Carrere en los círculos literarios. Esta fama se haría popular no mucho más tarde, con motivo de la publicación de su segundo libro, El caballero de la Muerte, el cual incluía el célebre poema La musa del arroyo. Se trataba de un libro “un poco anarquista, un poco místico, un poco inmoral y muy triste”, según palabras de Julio Camba.

Las publicaciones de la época reclaman la firma de Carrere, y por influencia de las enseñanzas de Felipe Trigo sus textos aparecen asiduamente en las páginas de Vida Socialista entre 1910 y 1912. En uno de sus artículos se lee: “Merced a la educación católica, de moral aparente, la pobre señorita es un ser completamente desarmado para la lucha de la vida y ante ella se aparece este dilema: el matrimonio o la prostitución”. De la lucha por la vida en aquellos tiempos, de las penurias sociales y de la prostitución ya trataba en gran parte la poesía anterior de Carrere, que en estos años va a apelar a la educación y a la cultura como medios para la emancipación de las clases humildes, en especial de las mujeres. Autodefinido como “cantor de la miseria”, Carrere no olvida a su propio gremio, sometido a la codicia de los editores, los cuales no dejan al literato más salida que la (muy precaria) de la prensa, donde las colaboraciones se pagan con calderilla, cuando se pagan. Y concluye: “Los obreros de todos los oficios han constituido sociedades con sindicatos… Sólo los literatos están dispersos y sin fuerza social alguna”. Pero esta faceta política de la obra de Carrere, con independencia (y quizá a causa) de sus ulteriores tumbos ideológicos, sólo ha empezado a ser estudiada recientemente. Ocurre además que en esos años a nuestro autor se le va a abrir un nuevo camino literario que, más allá de su poesía y de sus artículos, iba a acabar por constituir durante muchos años el centro de su fecundísima  actividad: la novela corta.

El género, en parte, fue producto de esa extendida conciencia de la necesidad de una instrucción que trascendiera a la burguesía y alcanzara a las clases populares. En su origen está la colección El Cuento Semanal, que fundó Eduardo Zamacois en 1907, y a la que, tras su formidable éxito, sucedieron El Libro Popular, La Novela Semanal, La Novela de Hoy y muchas otras. Eran pequeños fascículos generalmente ilustrados en los que tenían cabida autores clásicos y otros ya consagrados, pero para los que escribían sobre todo literatos jóvenes, muchos de ellos miembros de esa bohemia literaria caracterizada por su afición a los cafés y a los burdeles. Tales fascículos eran muy baratos y alcanzaban tiradas que hoy se nos antojan estratosféricas. La demanda de textos era masiva y muchas veces los autores no daban abasto, lo que dio lugar a un subgénero que nuestro autor cultivó con esmero y del que llegó a ser un maestro: “el refrito”. En efecto, a menudo Carrere, como muchos de sus contemporáneos, presentaba a la imprenta un relato que ya había sido publicado previamente, bien con alguna pequeña variación o bien simplemente con otro título. Una enumeración completa de estos refritos no ha podido hacerse todavía, pero es fácil suponer que debió afectar a gran parte de la obra narrativa de Carrere. Son cuentos en su mayoría de carácter erótico o costumbrista, redactados a menudo con descuido, pero muy útiles para conocer la vida cotidiana en la España anterior a la guerra civil, y también en la posterior. Una búsqueda paciente entre estos fascículos que todavía se encuentran en algunas librerías de lance puede revelar al lector alguna sorpresa.

Una de ellas es la hasta hace poco casi desconocida faceta de Carrere como autor de novelas de ciencia ficción. De ello es prueba el volumen Ciencia ficción. Poemas, artículos y novelas cortas que apareció el año pasado en una edición al cuidado de María José Gutiérrez. Entre otros textos, el libro incluye los relatos El viaje sin retorno, El embajador de la Luna y el ya mencionado La momia de Rebeque. Más que historias de ciencia ficción, son narraciones fantásticas que, con mucho humor, nos hablan de ese Madrid del que Carrere fue inseparable y de sus gentes. Estas historias son producto de su encuentro con el ocultista Mario Roso de Luna, autor de una voluminosa obra, Ciencia y teosofía, que se publicó en 1909. Dicha obra informa de la existencia de una “sexta dimensión” a la que no tienen acceso nuestros sentidos y que, en la fantasía de Carrere, da lugar a un cuestionamiento entre pseudocientífico y jocoso de la vida humana, la muerte, el tiempo y el espacio. El embajador de la Luna, quizá la novela más lograda del ciclo, trata de las andanzas terrícolas de un extraño personaje imprevistamente aterrizado en Madrid: Selenito de la Blanca Isis, cuyas aventuras entre los madrileños le llevarán a visitar el restaurante Lhardy, a ser juzgado por “La Infalible” (una especie de nueva Inquisición) y a la cárcel. Pese a su tono humorístico y a las situaciones estrambóticas en las que se encuentra el protagonista, el relato no excluye la crítica social ni los pasajes en los que Carrere increpa a sus contemporáneos: “¡Pobre del precursor o del clarividente que nazca entre vosotros!... Vivís entre ficciones grotescas o sanguinarias, con los ojos cerrados al prodigio, que esto es una zahúrda de dolor, de avaricia y de orgullo”.

Los relatos mencionados son vecinos de ese carácter entre sainetesco y surrealista que posee la novela más conocida de Carrere, La torre de los siete jorobados, acerca de cuya complicada génesis nos informa Jaime Álvarez Sánchez en su libro Emilio Carrere, ¿un bohemio? El mismo autor describe el progresivo aislamiento de Carrere y su filiación tardía al régimen del general Franco, al resguardo que le ofrecía una columna en el diario Madrid. Él se consideraba entonces el último bohemio, habitante lunático o momia de un Madrid que ya era otro.

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